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España y Portugal: el valor de la UE

Este verano José Saramago volvió a exponer sus tesis iberistas en una entrevista publicada en el lisboeta Diário de Noticias. En su opinión, Portugal y España acabarán integrándose en un único Estado llamado Iberia que dispondría de una estructura descentralizada semejante a la que actualmente tiene España. Estas opiniones, pese a ser conocidas, han causado gran revuelo en Portugal. Este debate no es nuevo y se repite de forma periódica creando cierto estruendo. Ya el pasado año, el semanario portugués Sol publicaba una encuesta en la víspera de la visita a España del Presidente Cavaco Silva en su primer viaje de Estado tras su toma de posesión. Según sus datos, un 27,7% de los encuestados se manifestaban favorables a una unión entre ambos países.

La controversia entre iberistas y nacionalistas cuenta, por tanto, con apoyos en Portugal, pero ¿verdaderamente tiene sentido este debate? ¿Portugal se encuentra amenazado por un supuesto anexionismo español? ¿El proyecto nacional portugués se ha agotado al desaparecer las colonias y no puede continuar como Estado independiente? Obviamente, la respuesta común a todos estos falsos interrogantes es negativa y así se pone de manifiesto en el libro colectivo editado por los autores de este artículo (España y Portugal: 20 años de integración europea. Tórculo-Fundación Galicia Europa) fruto de un seminario celebrado en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.

El pesimismo portugués refleja un estado de ánimo consecuencia de los temores que despierta un futuro incierto. La globalización plantea a la humanidad un desafío colectivo para adaptarse a las nuevas formas de producción y organización del mercado mundial. Y en este desafío se ven implicados tanto los seres individuales como las sociedades que deben recomponer sus señas de identidad colectiva. También los Estados están obligados a reinventarse redefiniendo sus atributos tradicionales.

El estado de ánimo que reflejaba la encuesta no es potestad exclusiva de los portugueses. Situaciones semejantes resultan reconocibles en otros países en donde la cuestión de la identidad ha vuelto a ser un asunto prioritario. Bien sea por el vértigo que ha generado el Tratado constitucional (el caso de Polonia o Reino Unido), bien sea producto del rechazo a la inmigración (Holanda o Francia) o por temor a las deslocalizaciones (Portugal), cada país europeo vive su propia introspección a la búsqueda de una identidad que cree amenazada.

Hablamos, por tanto, de autoafirmación de la propia identidad y del papel que desempeñan las percepciones en los imaginarios sociales. En este caso, de la imagen que la sociedad portuguesa percibe de España, que actúa a modo de un espejo en el que se reflejan sus propios temores. Por suerte, los países y los ciudadanos europeos tenemos la fortuna de contar con un instrumento excepcional para hacer frente a los desafíos de la globalización. La Unión Europea es nuestra opción estratégica común y con seguridad constituye nuestra única opción porque carecemos de alternativas nacionales para afrontar los nuevos tiempos en mejores condiciones de las que ofrece la UE.

La ausencia de alternativas creíbles de prosperidad es una situación que comparten todos los Estados europeos. Ante los desafíos que plantea la globalización, las respuestas que exigen los problemas económicos y políticos, de seguridad, inmigración o medio ambiente, sólo pueden ser afrontados desde una perspectiva colectiva. La Unión Europea ofrece ventajas extraordinarias al permitir superar el marco westfaliano en el que se han desarrollado hasta hace poco las relaciones entre Estados. Porque pese a ser una unión no disuelve el Estado, ni amenaza las identidades nacionales, ni sustituye a las culturas propias. Tampoco obliga a los ciudadanos a transferir su lealtad hacia nuevas instituciones ni altera, básicamente, las sociedades políticas nacionales. La Unión Europea más que una amenaza a la independencia de los Estados miembros es una garantía para su supervivencia.

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Tanto España como Portugal, desde su ingreso en la UE, han vivido la mayor etapa de desarrollo de toda su historia. Los dos países han construido una excelente relación bilateral que tampoco encuentra antecedentes. Y todo ello sin ver amenazada su identidad ni ver comprometida su independencia. ¿Será suficiente mantener la relación bilateral en los términos actuales? Seguramente no. El grado de integración económica alcanzado, la permeabilidad absoluta de la frontera común, los nuevos desafíos planteados obligarán a estrechar esta relación en el futuro. Cabe exigir a los responsables políticos capacidad para definir los intereses de cada país en unos términos que puedan resultar coincidentes con los del vecino. Gestionar los puntos de fricción para que no se conviertan en un obstáculo debe ser un imperativo para todo gobierno de cualquier signo que asuma el poder en Madrid o en Lisboa. A ello nos obliga el proceso europeo que ha permitido transformar las relaciones de vecindad hasta alcanzar un grado de integración del que posiblemente no haya retorno. Gracias a Europa las viejas tesis iberistas o nacionalistas se revelan anacrónicas. España y Portugal no tienen por qué unirse en un Estado para asegurar el futuro de sus ciudadanos. Lo que tenemos que hacer es trabajar juntos.

Rafael García Pérez y Luís Lobo-Fernandes son profesores de Relaciones Internacionales en las Universidades de Santiago de Compostela y Minho (Braga).

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