El guerrero psicológico
Los jugadores han sido los aliados del técnico; los rivales y los árbitros, sus enemigos
Sí, Mourinho es un performer. Hay un pasaje del libro que escribió con su amigo periodista Luís Lourenço sobre cómo, cuando regresó al campo del Benfica como técnico del Oporto, se deleitó con los abucheos de la hinchada: "Disfruté de ir solo, antes de la salida del equipo... Fue fantástico. Nunca fui un jugador de primer nivel que pudiera experimentar lo de Figo al volver al Camp Nou con el Madrid, y, por tanto, no tenía ni idea de lo que significaba ser silbado e insultado por 80.000 personas. Cuando eres mentalmente fuerte, esa gente que trata de intimidarte consigue el efecto contrario. Oyendo esos insultos me sentí el más importante del mundo".
Pero también un guerrero psicológico. Algo que adoran sus jugadores. Terry, el capitán del Chelsea, lo explicó así: "Cuando ves al Barça en frente, piensas: '¡Vaya equipo!', pero cuando tienes un entrenador machacándote con que tú eres el mejor, acabas creyéndotelo". En efecto, los jugadores no lo vieron como un narcisista insoportable, sino como un extravagante que les liberaba de presión y les infundía confianza extrema. Dicho eso, no le tembló el pulso para expulsar a Mutu después de que éste diera positivo por cocaína.
Los rivales, claro, lo detestan. "Soy alguien especial", afirmó Mo, que se ha enfrentado a casi todos los entrenadores y árbitros que se le cruzaron. Anders Frisk, por ejemplo, se retiró a los 42 años del arbitraje culpando al técnico luso de recibir amenazas de muerte. Mourinho había declarado que Frisk adulteró una eliminatoria de Champions frente al Barça en la que el árbitro sueco permitió que Rijkaard, técnico azulgrana, entrara a hablar con él en el vestuario. No es extraño que una gran parte de Inglaterra considerara a Mourinho un gran enemigo del fútbol. "Me gustaría oír alguna voz del Chelsea que dijera qué quieren ser en Inglaterra", bramó Wenger, preparador del Arsenal. El penúltimo roce lo tuvo con Rafa Benítez, del Liverpool. "Yo soy Caperucita Roja si Mourinho es ingenuo", dijo Rafa tras el error arbitral que permitió al Chelsea empatar (1-1).
Su padre, Félix Mourinho, fue portero de internacionalidad efímera con Portugal: ocho minutos contra la República de Irlanda, en un amistoso en 1972. José tenía nueve años. Su madre, Maria Júlia, maestra de primaria que dedicaba muchas horas a actividades eclesiásticas. El benefactor de la familia, Mário Ascensao Ledo, se preocupó de que José destacara en idiomas. Y el niño idolatró a Kevin Keegan, extremo del Liverpool, hasta que se marchó al Hamburgo en 1977. Entonces, traspasó sus afectos al sucesor de Keegan en Anfield: Kenny Dalglish. Al advertir que nunca llegaría a ser un gran central, José anunció que sería el mejor entrenador del mundo. Antes pasó por la universidad, se graduó en Ciencias del Deporte y enseñó tres años en escuelas secundarias: "Enseñar es comunicar y organizar. Como entrenar".
Entre los veranos 1998 y 2000, obtuvo en Escocia una licencia de la UEFA. Al dejar la universidad, José entrenó al Vitória de Setúbal sub 16. Su trabajo impresionó al técnico del primer equipo, Manuel Fernandes, que se lo acabó recomendando como traductor a Bobby Robson en el Sporting de Lisboa. Robson se marchó al Oporto y ganó dos Ligas con Mourinho a su lado. "Regresó con un informe sobre el rival que era de primerísima clase", dijo de él Robson, que ganó la Recopa de 1996-97 con el Barça. Con Mourinho a su lado. Después aterrizó en el Camp Nou Louis Van Gaal y le dejó dirigir partidos amistosos.
En el Benfica, ya como primer técnico, sólo duró tres meses. Pero al quedar quinto con el Leiria, llegó la oferta del Oporto, un equipo deprimido. Lo resucitó. Ganó la UEFA en 2003 y la Champions en 2004. Esa noche dejó Oporto sin celebrarlo. Alegó haber sufrido amenazas y se esfumó. Después firmó por el Chelsea y dejó una huella imborrable en Inglaterra.
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