Polo Norte
El mes pasado un submarino ruso abrió una brecha en el Círculo Polar Ártico y plantó su bandera bajo los hielos a 4.500 metros de profundidad. Algunos han querido ver en esta hazaña una continuación de la edad de oro de la exploración. Pero las cosas han cambiado desde entonces.
Hubo un tiempo en que cualquier desafío hacia la naturaleza estaba marcado por un código de honor. De niña sentía predilección por esos hombres batidos y algo exhaustos, amantes de la soledad y de las grandes distancias. Pero no llegué a comprender el significado de esa fascinación hasta que leí The Silver Lining sobre el viaje del capitán Scott y el científico Edward Wilson al Polo Sur.
En la base de Cabo Evans, durante las largas noches de invierno, cada miembro de aquella expedición daba una conferencia sobre su especialidad: las bacterias en los mares polares, el apareamiento de los pingüinos emperadores... Su pasión por el conocimiento era tan seria que llegaban a intercambiar una camiseta de felpa o unos calcetines por lecciones extra de geología. En la cabeza del glacial Beardmore, Wilson recogió fósiles de tres millones de años de antigüedad. Y aunque a 60º bajo cero cada gramo de peso le quebraba los hombros, insistió en cargar con aquellos restos petrificados. Por la noche, en la tienda, leía poesía inglesa a la luz de una linterna y en la palidez del hielo veía tojos y erizos marinos, que es uno de los primeros síntomas de la anemia polar.
Cuando en la primavera los equipos de rescate encontraron sus cuerpos en la nieve, el brazo de Scott rodeaba el hombro de Wilson que tenía a su lado la bolsa de los fósiles y un libro de poemas de Tennyson.
Para ellos la Antártida era un silencio de plata que había que preservar como la infancia incontaminada del mundo. Toda una lección para quienes, ahora que el cambio climático ha abierto la ruta del Polo Norte, quieren convertirlo en el pozo negro del planeta. La lucha geopolítica acaba de traspasar el último límite. Dentro del alma humana hay también una línea muy fina que separa la emoción por el descubrimiento de la simple codicia, pero es una frontera que no vemos por tenerla siempre delante de los ojos.
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