El piso Lázaro
Un piso vuelve a la vida. Le llamo Lázaro, como el resucitado. Fue abandonado y cerrado, que así se mueren y son enterrados los pisos. Está en mi manzana, en el linde del Eixample con Gràcia, y es un quinto con ascensor, una rareza en estos edificios viejos. Le sobresale una nariz postiza en uno de los tres balcones que dan a mi calle, un cartel que anuncia "Se vende". Ha tardado en volver a la vida mucho más que el personaje bíblico. Ha necesitado 30 años.
Su forma de alzarse de la tumba es abrir puertas y ventanas, recibir a gentes que no conoce ni de quienes comprende casi nada. Hablan, visten, lo escrutan y evalúan de otra forma. Incluso su familia son unos desconocidos para él: para su estrecho pasillo que va de la calle al patio interior, sus habitaciones tímidas, el tresillo en el comedor mínimo, dos lámparas decadentes y, en la habitación llamada de matrimonio, dos camas como dos sarcófagos. Un baño que casi no se ve, una cocina de hambre.
Y con todo, alguien fue feliz aquí, no siempre la vida sería átona. Felicidad, placidez, ansia desconocidas, hoy sólo queda el olor del abandono, que algunos cronistas de antaño confundieron con el de la coliflor hervida. No, es de tiempo muerto. Una ruina que se mantiene en pie y a quien, en su dejada vejez, sus jóvenes dueños de ahora piden un último tributo: una buena venta.
La chica de la agencia no nota el olor, está muy entrenada en lugares difíciles. Es del mar de Badalona y, cuando lo dice, llegan hasta el piso recuerdos de playa, de trayectos en autobús, de gambas. La chica habla a los visitantes en un catalán saltarín, de acento y timbre inauditos: el piso no se pierde ni una de sus sílabas, siquiera las que la muchacha se come. Es melódica y gutural, y le parece un encanto. No deja de mirarla, tan joven y competente, vestida de negro, traje chaqueta, pelo largo y alado, zapatos de punta extrema. No le importaría no encontrar comprador si así sigue viendo a esta joya de chica, que habla a menudo por un juguete que ya sabe que es un teléfono móvil. Se enteró el día que, tras forcejear mucho con las llaves, entraron y dieron la luz los nietos del viejo señor Farriol, su dueño. Bueno, ahora los dueños son ellos.
Aunque él está orgulloso de sus 100 metros cuadrados, sus cinco habitaciones no convencen a los visitantes. La joven de la agencia habla por el móvil y los clientes deambulan a sus anchas. Lo diseccionan. Ya no es un piso, es un espacio. Sus cuartos son pequeños, urge una reforma radical, hay que pintar, la escalera es un espanto. Entonces, tal vez. El precio de venta es razonable para el mercadeo inmobiliario. Tal vez.
La joven competente cierra el móvil. Ha olido las nóminas de los visitantes, que las hipotecas les buscan; puede incluso que tengan un piso por vender, aunque ella sabe que el precio de éste atrae a gentes de economía frágil, sin propiedades. Ofrece su empresa para obras de reforma baratas, pero el piso no entiende la cantidad. La palabra nueva es euros. Ella ha dicho 3.000 euros: medio millón de pesetas, traducen los visitantes.
Sus dueños no gastaron nunca nada por falta de espíritu y así siguen de mal la cocina y el baño. Él reclamó a menudo la reforma. Pero, es que con esta suma estas gentes hablan ahora de cambiar el suelo, la cocina, el baño, pintar... incluso más. No comprende, vuelve a pensar que lo suyo es no comprender. Ni por qué ha estado cerrado ni por qué no lo habitan todavía. Desea las reformas que ofrece la chica.
Han abierto las ventanas, y él quiere tocar de nuevo el aire. Más aún lo desea cuando, en su otro extremo, la chica abre los ventanales del patio interior. Los visitantes y la joven olvidan un instante los negocios y miran cómo niños y adultos juegan en esta tarde de septiembre en lo que ahora es un parque comunitario. Treinta años de vida perdidos, se dice el piso.
El piso recuerda cuando fue nuevo. Como en un susurro, la joven del mar dice que su trabajo consiste en que todo el mundo quede contento, la agencia y el cliente, que si la suma resulta cara, se reconsiderará. Ella quiere lo mejor incluso para el piso. El piso le hace una reverencia de cabo a cabo. Un aire leve recorre el pasillo.
En la ciudad hay miles de pisos cerrados, decenas de miles. Veo unos cuantos a diario, con sólo levantar la mirada. Suerte, piso de mi manzana. ¿Sabré de ti cuando ya no esté en tu balcón la nariz postiza que anuncia tu venta? ¿Seguirás contándome cosas?
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