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Columna
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De marcas y de uniformes

Los niños son crueles, pero los adolescentes más. En los institutos rápidamente se establecen tres clanes: los superpopulares, los empollones y los invisibles. Estos grupos y sus derivados no actúan independientemente, ni siquiera interaccionan al mismo nivel, sino que se ordenan jerárquicamente.

Toda la vida, los malotes han copiado del examen del aplicado, los fuertes se han hecho con el dominio del balón en el patio y las guapas han marcado las tendencias en los cortes de pelo. Pero, con cada generación, las desigualdades aumentan y se hace más tiránica la diferencia.

Hoy, en un momento en el que la imagen tiene un valor superlativo, las marcas se han convertido en auténticas insignias que encumbran o disminuyen. En este inicio de curso es conveniente dejar claro a qué estrato se pertenece y la manera de mostrar tu rango es lucir un jinete de polo, el rombo de Fumarel o las zapatillas de Ronaldinho.

Sería bueno, en cambio, que el colegio amortiguase la desigualdad, que considerase integrador el uniforme

La semana pasada, la presidenta del Gobierno regional, Esperanza Aguirre, propuso que todos los colegios públicos de Madrid adoptasen el uniforme como ya lo han hecho alrededor de 30 centros de la Comunidad.

La presidenta lanzó la iniciativa en el colegio Profesor Tierno Galván de la localidad de Alcobendas, animada por las palabras de su directora, quien defendía el uniforme porque "minimiza diferencias, disuelve tensiones y hace que los niños se sientan iguales y parte de un proyecto común".

Tanto en los colegios públicos como en los privados la ropa habla y, por lo tanto, distingue. ¿Es positiva la diferencia? Sí, siempre que no favorezca la discriminación.

Hace 20 años, cuando el virus del consumismo aún se encontraba en un estadio más embrionario, no llevar unos Levi's rajados y pesqueros (cinco dedos por encima de los tobillos), vestir el chándal del instituto en lugar de uno Karhu o Kappa y no equiparte con esquíes y mono Salomon durante la semana blanca te marginaba.

A los 15 años cobran una importancia trascendental los códigos, todo está cargado de connotaciones, la vida en los colegios está minada de rituales y gestos que te excluyen o te integran en ciertos grupos, que te conducen a ligar con las rubias o a que te tiren bolas de papel en el autobús de la ruta.

Hacer uso del comedor: pringao; traerte un bocadillo de casa: guay. Salir los viernes a ¡Oh!: guay; no hacerlo: pringao. Escuchar a Guns N' Roses: guay; a Joaquín Sabina: pringao.

Éstas eran las ecuaciones en un instituto privado a finales de los ochenta y principios de los noventa.

Hoy, al parecer, es peor. Peor porque el imperativo de las marcas es más cruel pero también porque la necesidad de integración es mayor. Ahora no sólo padecen la discriminación los gordos, los que tienen granos y los que recuerdan la tabla del seis.

Ni siquiera aquellos chavales cuyos padres hicieron un esfuerzo por llevarlos a un colegio de pago y luego no pudieron estar a la altura de la cara indumentaria o las excursiones a la nieve y a Doñana.

Sino que ahora los colegios públicos están llenos de inmigrantes que buscan, precisamente, fundirse con el entorno.

Quizá, hoy más que nunca, es necesario el uniforme. Nadie es realmente igual ni siquiera vestido: algunas chicas se acortan la falda plisada recogiéndosela con clips y los chicos se desmarcan del canon sacándose el polo del pantalón. Los relojes, las gafas de sol o los modales siempre marcarán diferencias pero, al menos, no serán tan explícitas y contundentes como un logotipo.

Está bien que cada uno pueda expresarse estéticamente pero esa libertad corre el riesgo de estar adulterada por la dictadura de las marcas. Será fuera del colegio donde cada uno comience de nuevo la partida, donde encare el mundo con todas sus oportunidades y sus injusticias.

El colegio, en cambio, sería bueno que amortiguase la desigualdad, que considerase el uniforme como parte de su política integradora donde encaja la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía.

Los padres suelen estar encantados con la medida del uniforme, pues les facilita la logística de la ropa en casa.

Como es lógico, son los superpopulares quienes se muestran más reticentes a ir siempre igual. Los empollones no dicen nada y los invisibles siguen transparentándose aunque vistan de azul marino.

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