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Columna
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Educación para ser niño

El tema me pilla muy alejado y a nivel personal afecta a una tercera generación subsiguiente. Pero ocupa tanto espacio en el entorno que no hay otro remedio que asomarse. Parece el gobierno empeñado en instalar una asignatura denominada Educación para la Ciudadanía tarea intrínsecamente plausible, a la que encuentran, entre otras pegas, la de vulnerar algunos artículos de la Constitución, como si los artículos de las Constituciones se redactaran para otra cosa que para saltárselos a la torera pasado un tiempo prudencial. Cuando rememoro aquellas fechas me llega una sonrisa al pensar en los apuros y sudores de aquella pandilla de desdichados a quienes endosaron la papeleta de agradar a todos los segismundos habidos en la ocasión.

Desterrado el castigo corporal de la escuela, las orejas de burro, el confinamiento en un rincón, y la sumamente incómoda postura de aguantar, arrodillados, el peso de varios libros en cada mano, por no hablar de otras ordalías conocidas por tradición oral, el comportamiento de los menores, al parecer, se ha desmadrado. Y supongo que de ahí surgió el loable propósito de imbuir en las tiernas mentes algunos conceptos positivos y rentables, con la mirada fija en el comportamiento de los futuros ciudadanos.

Por circunstancias personales, he de indicar que terminé el bachillerato a los 15 años, sin la edad requerida para matricularme en la Universidad y con una guerra civil que se declaró justo en aquellos momentos. En parecidas circunstancias ha debido haber unos cuantos jóvenes más, aunque no muchos. La guerra, por si no lo saben, contribuye a la madurez de las personas que, injustificadamente, se encuentran de hoz y coz, en estadio adulto, con las consecuencias anejas. O sea, que perdí la última etapa de la niñez y parte de la adolescencia, de lo que no hago responsable a nadie.

Pienso que no se ha comenzado por el principio, que es lo más indicado. Un esfuerzo recordatorio nos lleva a la mostrenca idea de que los niños de entonces querían parecerse a los padres y en imitarlos empeñaban parte de la imaginación infantil. Supongo que encontraban fantástica la enorme autoridad que solía emanar de ellos, aquél envidiable bigote, el poderío que rezumaba el pater familiae, completado en la destreza y dulzura de la madre que, para un niño, no era una mujer cualquiera, ni siquiera la mejor, sino la única, por la que daría la vida, aunque abusara descaradamente de su condescendencia.

Los pequeños -una apreciable mayoría- gustaban de los juguetes bélicos, es decir, un palo que al extremo lucía una cabeza de caballo, soldaditos de plomo, que hoy estarían proscritos, como dañinos para la salud; el tambor, martirio de los vecinos y quizás una elemental corneta. Para las niñas otros juguetes específicos que nada tenían que ver con un piercing en el ombligo.

Lo que me ha llevado a enjaretar esta croniquilla es el deseo de colaborar con las autoridades académicas, sin afán de lucro, sin querer redactar un libro de educación para la ciudadanía, ni colocar a unos cuantos familiares en los colegios donde hay que improvisar al docente extraído del paro. Pienso, sin el menor título ni autoridad, que hace falta -y con urgencia- una disciplina que se llame "educación y manera de ser niño", estadio intermedio sobre el que basar cualquier concepto ampuloso de la ciudadanía. La formación del niño, como tal parece estar bastante descuidada y de ello me daba fe una estimada sobrina, profesora de música en poco más que un parvulario y que tuvo que solicitar un año sabático, para reponerse del trauma depresivo que le produjeron sus escolares, injuriada y amenazada físicamente.

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Intentemos, primero, hacer niños, criaturas que parezcan niños a quienes instruir en una sociedad de convivencia. Aunque muy viejo y olvidadizo imagino que cuestiones como la sexualidad y el primer pitillo se aprenden solas hacia los diez u once años. Cuando el chiquillo volvía de veraneo con aquellas asombrosas fantasías, las niñas ya lo sabían desde el curso anterior. La infancia, como la adolescencia, la juventud, madurez y ancianidad son meras y obligadas etapas en las que nadie permanece más allá de lo justo.

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