Templo de adoración
El coso taurino de la calle Xàtiva lleva muchos años siendo termómetro de la actividad musical del verano en Valencia. Son pocas las veces en que se utiliza para conciertos en vivo, pero cuando lo hace, suele marcar puntos álgidos en las más populares giras que recorren -nunca mejor dicho- la piel de toro. Hoy en día ya rara vez se llena para ver a bandas de rock: los tiempos de Nirvana o The Cure quedaron muy atrás. Lo que atrae masas de un tiempo a esta parte hacia el céntrico recinto son, fundamentalmente, estrellas del firmamento masculino del pop comercial con denominación de origen más -o menos- latino. Si hace tres meses escasos vino ese apolíneo tótem de la ambigüedad llamado Miguel Bosé, y hace menos de una semana lo hacía ese rey del bravío latinizado hasta el límite que responde por Chayanne, en la noche del sábado le tocaba el turno a Alejandro Sanz, adalid hispano del lamento romántico, dotado de esa eterna cara de no haber roto un plato que le convierte en el yerno ideal que toda suegra quisiera tener.
Como no podía ser de otra forma, el grueso de las más de diez miel almas que habían agotado las entradas con antelación era público femenino. Y el mar de fondo, el propio de este tipo de ocasiones en que la Plaza de Toros se convierte en un atestado templo de adoración y pleitesía: brazos acompasados en alto, teléfonos móviles y mecheros que echan chispas y un enfervorizado griterío, que podría competir sin complejos con el volumen emitido desde el propio escenario. De hecho, siempre hay una reducida troupe de curiosos sin entrada que se amontonan ante la puerta, en plena calle, con el fin de captar una mísera instantánea de lo poco que desde allí se puede divisar del escenario.
Dispositivo sonoro y visual
Tampoco se quedaba atrás el dispositivo sonoro y visual. El enorme entarimado se veía apuntalado por seis pantallas de video, un par de pasarelas frontales -de esas que tanto se llevan- que se adentran entre la masa y un espectacular remate en lo alto, constituido por unos cuantos ejes móviles de luces, que cambiaban su orientación de forma aparentemente caprichosa.
En el plano estrictamente musical, el de Moratalaz no deja nada a la improvisación. Una banda nutrida e impecable, un repertorio que es lo más parecido a escuchar un grandes éxitos y las consabidas dosis de cercanía comunicativa constituyen los ingredientes principales de su menú, engullido con ansia por un auditorio entregado desde horas antes.
Arrancó vítores con clásicos como Corazón partío, Amiga mía o El alma al aire, se marcó su cuota de talante urbano con ese acercamiento al funk que es Try to save your soung -ayudado por un rapero-, presumió de versatilidad al afrontar un primer bis con la única compañía de su piano (con el que abordó esa Yo sé lo que la gente piensa que provoca el paroxismo con la sola invocación de la frase "me da vergüenza ser hombre") y se despidió, al ritmo de No es lo mismo, con una senyera anudada al cuello. Tal y como tocaba. Lo que se dice llegar, ver y vencer.
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