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Columna
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La magia de las palabras

El recurso a las palabras mágicas ha sido siempre característico de la literatura de ficción. Cuando nuestros héroes se encontraban ante una misión imposible surgían esos vocablos que, repetidos una o varias veces, permitían atravesar un muro, tender puentes para cruzar un río, o convertir vulgares piedras en diamantes. Pero, en los últimos tiempos, la tentación de utilizar palabras mágicas para intentar solucionar asuntos complejos ha traspasado las fronteras de la literatura o el cine fantásticos, para entrar de lleno en el ámbito de la política. Es el caso del famoso "derecho a decidir", planteado como el abrakadabra, como el recurso infalible capaz de solucionar de un plumazo todos nuestros problemas.. "Nadie que no seamos nosotros va a decidir sobre nuestro futuro", "el futuro de los vascos no va a decidirse en Madrid", "la sociedad vasca tiene derecho a decidir", son algunas de las fórmulas más utilizadas a este respecto.

Sin embargo, la magia de estas palabras no está tanto en su utilidad práctica para solucionar realmente los problemas que parecen invocar, sino en su eficacia para despistar al personal, deformando la realidad y haciéndonos creer más o menos que los vascos somos gente sin capacidad alguna de elección y cuya vida se decide desde no se sabe donde. De puro obvio que resulta que nos asiste el derecho a decidir sobre nuestro futuro, ¿quién puede oponerse a semejante idea? Cómo diría el lehendakari, ¡pero qué barbaridad! Hasta un destacado líder político vasco de la oposición suele comentar con sorna que cuando Ibarretxe alude a la necesidad de que los vascos podamos decidir sobre nuestro futuro, su propia madre suele decirle: "Pero hijo, ¿no estás de acuerdo con eso?". Y es que el efecto mágico de algunas palabras supera con creces el de la famosa pócima del druida Panoramix.

Es evidente que todos los días estamos decidiendo nuestro futuro. Lo hacemos cuando elegimos los estudios que vamos a cursar, cuando compramos una casa y suscribimos una hipoteca, cuando decidimos tener un hijo, cuando escogemos a nuestros representantes en el comité de empresa, en el ayuntamiento o en cualquiera de los Parlamentos que elegimos... Además, los ciudadanos vascos podemos tomar bastantes más decisiones que otros muchos cuya menor capacidad económica limita notablemente su abanico de opciones vitales. Por ello, plantear que los vascos no podemos decidir sobre nuestro futuro es, en buena medida, hacer trampas y jugar con las palabras. Dígase con claridad que lo que se reclama es que la ciudadanía vasca decida, en un solo acto, por mayoría y en referéndum, sobre un modelo de relación de Euskadi respecto a España, lo que constituye un asunto bastante más acotado, a la vez que problemático, en el momento presente.

Porque entonces, planteadas así las cosas, podríamos discutir sobre la pertinencia de esa propuesta en el contexto actual, y sobre si su puesta en práctica contribuiría a una mayor vertebración o a una mayor división social, y sobre si, en esos momentos, ayudaría a solucionar o a incrementar los problemas. Y también, podríamos debatir sobre la ausencia total de libertad de muchos miles de vascos que, en no pocos pueblos, no tienen posibilidad alguna de expresar sus ideas o sus sentimientos identitarios y cuya situación -de absoluta excepcionalidad- pasa completamente desapercibida para algunos que nunca la han sufrido, pues llevan casi treinta años defendiendo un planteamiento hegemónico y uniformizador.

En las actuales circunstancias, hacer país es plantear propuestas que generen más cohesión y amplíen los consensos existentes. Todo lo demás no son sino palabras mágicas con las que confundir a la gente y crear victimismo, estrategias que parecen más orientadas a mantener el poder que a solucionar problemas, aunque ello sea a costa de generar frustración, dar oxigeno a los violentos, y llevar a medio plazo al nacionalismo democrático hacia el abismo. Como la ocurrencia de consultarnos si queremos decidir sobre nuestro futuro o preferimos que lo hagan otros.

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