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DESDE MI SILLÍN | VUELTA 2007
Columna
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Sin compañía

Estamos en tiempos difíciles para el ciclismo. Tiempos revueltos (por cierto y antes de que se me olvide, hoy, que por primera vez este año he tenido la oportunidad de seguir la retransmisión por televisión, he visto que el debate posterior a la etapa se llama acertadamente La revuelta; espero que sea en el sentido de darle la vuelta a la Vuelta y que no sea una premonición de lo que pasó en el Tour, que aquello sí que fue una revuelta). Tiempos difíciles, decía. Tiempos en los que, para muchos, los ciclistas son una banda de dopados que van en bicicleta. Que van todos igual, sólo que unos tienen mala suerte y les pillan y otros no. En los controles, digo, aunque eso es cuando están en carrera, que hay veces que incluso van a controlarles a sus casas y no están, como si pensasen que tienen derecho a tener vida privada como todo hijo de vecino. Tendrán jeta. Y, encima, molestan en la carretera cuando van entrenándose. Eso sí que es lo peor, con la prisa que tiene uno...

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Desgraciadamente, hay gente que piensa así, aunque lo que yo no me explico es qué hacen perdiendo el tiempo viendo el ciclismo, con la de cosas interesantes que hay en esta vida. Pero hubo un tiempo no tan lejano (aunque lo parezca) en el que el ciclismo era un deporte de sufridores. Se admiraba precisamente por eso. Un deporte de solitarios esforzados, de gente que salía a entrenarse con frío, con calor, con lluvia, cayese lo que cayese. Un día sí, otro también. Gente que, a base de kilómetros, terminaba en simbiosis perfecta con su máquina de hierro; sintiendo al igual que ella el asfalto, los baches, las trazadas de las curvas.

Pues a mí ayer, mientras veía las imágenes de mis compañeros sobre el trazado de una contrarreloj que había recorrido yo minutos antes, me venía eso a la cabeza. Les veía a ellos y me veía a mí mismo un rato antes. Cualquiera de ellos podía ser yo. El cuerpo acoplado y la cabeza agachada, pero con el mentón bien alto, buscando el mejor aerodinamismo. La pedalada redonda y la cadencia constante para sentir la tensión muscular en cada giro de las bielas. La mirada perdida en el asfalto con las marcas viales como guías. Una leve ojeada al frente, sin mover el cuello, para comprobar que la trayectoria es la correcta. No ves piedras, ni baches, ni obstáculos a la vista, así que vuelves a clavar los ojos en el suelo. Porque, si miras, el panorama es desolador. Sólo ves largas rectas, muy largas, demasiado largas. Por eso te concentras en tu pedaleo y en el ritmo de tu respiración, ése que te recuerda a esa canción tan machacona.

Pero todo llega a su fin y, cuando una hora después cruzas la meta, te consuelas con que mañana volverás a rodar en mitad de un pelotón. Donde habrá, por lo menos, compañía.

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