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Columna
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Desobediencia civil

El problema de la política es que debería estar hecha de ideas y está hecha de trincheras. Eso lo acaba de pensar Juan Urbano hace unos instantes, en este primer jueves del mundo real, ése en el que uno empieza a caminar por el asfalto de septiembre aún con arena de playa en los zapatos, después de leer en los periódicos las noticias que hablan de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, asegura que en nuestros colegios se impartirá "lo mínimo que la ley nos permita". O sea, que rebaja un poco la postura inicial de su partido, que era la de llamar a la rebelión de los suyos y pedirles que boicotearan la materia de la discordia, que los profesores se negasen a darla por motivos de conciencia y que los padres convirtiesen a sus hijos en objetores escolares, tal vez por el sistema de prometerles una bicicleta si la suspendían, o quién sabe qué más. Es que a Aguirre le parece que la Educación para la Ciudadanía "no es otra cosa que adoctrinamiento", cosa en la que, como en todo, está de acuerdo con la Iglesia, desde cuyos campanarios no se mira con los ojos de la razón, sino con los de la fe, por lo cual lo que ve ahora en los libros de la Educación para la Ciudadanía no lo vio nunca en los libros de Religión, en los que, por ejemplo, se les enseñaba a los niños, literalmente, que la demostración palpable de que Jesucristo existió es que su figura esté situada en un tiempo, un lugar y entre unos personajes reales y, sin embargo, ninguno de ellos haya dejado una prueba de su inexistencia...

Pero es que nuestra política está hecha de trincheras, y por lo tanto no necesita argumentos, sino alambradas. Todos a sus puestos, comienza el curso y a siete meses de las elecciones generales hay que criticar al adversario aunque descubra una vacuna contra el cáncer. Y si hay que cambiar de discurso en medio de la batalla, se cambia con la seguridad de que la memoria colectiva es débil y cuatro palabras habilidosas pueden engañar a todos todo el tiempo, digan lo que digan. Claro que los mismos que ahora claman por la desobediencia popular, desobedecieron a los ciudadanos que les exigían que no participáramos en la invasión de Irak, por poner un ejemplo, cuyo reguero de sangre llega hasta nuestros días; pero y qué, de lo que se trata es de derribar el caballo del contrario y si para hacerlo hay que recurrir a teorías o supersticiones medievales, pues se hace. "Colaborar con la implantación de la nueva asignatura es colaborar con el mal", clamó hace poco el vicepresidente de la Conferencia Episcopal, amenazando a los desobedientes con las llamas del Infierno. Lo que hay que oír.

A Juan Urbano siempre le han dejado perplejo ese tipo de actitudes infantiles de algunos políticos: los que afirman, sin caérseles la cara de vergüenza, que si pierden unas elecciones no ocuparán su puesto en la oposición sino que se irán a su casa; o los que se levantan a coro de los bancos del Congreso y salen al pasillo cuando van a intervenir los oradores del partido rival; o los que montan jaleo, insultan, patean y silban para no dejar hablar a sus adversarios; o estos mismos, los que llaman a obstaculizar una ley y a rebelarse contra ella: firmes, que los maestros no enseñen Educación para la Ciudadanía; que los alcaldes de derechas se nieguen a casar homosexuales; que los socialistas no vayan a Telemadrid... Si es que son como niños.

Juan Urbano entró en su oficina preguntándose qué parte de la Educación para la Ciudadanía le preocupaba tanto a Esperanza Aguirre, en cuyo territorio se enseñaría la nueva disciplina pero poquito, y a otros apóstoles del PP y líderes políticos de la Iglesia, si la educación, que es lo contrario de la fe ciega; los ciudadanos, que son lo contrario de los feligreses; o quizá la unión de los dos términos. Claro es que, como ya hemos dicho otras veces, si lees Esperanza al revés, como si fuera una cuenta atrás, te sale "aznar". Y ya saben qué clase de ciudadanos le gustaban al tercer rey mago de las Azores: los súbditos. Es decir, que donde esté un amén que se quite un por qué. Alabado sea el Señor.

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