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Partido Democrático, un partido sin pasado

¿El PSC y CiU son solubles en un solo frasco? Y si así fuera, lo cual por ahora parecería un milagro, ¿serían una fuerza reformadora y progresista? Puede ser que sí pero podría suceder que la diversidad interna fuera más paralizante que dinamizadora. En todo caso, si hablamos de PD en Cataluña y sus promotores se inspiran principalmente en el modelo italiano, parece lógico deducir que no hay Partido Democrático sin socialistas o sin convergentes. La propuesta, sin embargo, llama la atención y si fuera viable podría animar bastante la vida política y tendría una teórica capacidad de promover cambios interesantes en la vida política.

Hay que cambiarlo todo para que no cambie nada; la famosa sentencia que popularizó El Gatopardo se puede aplicar en muchos casos a los proyectos político-mediáticos. Esperemos que no se pueda aplicar a la idea de constituir un Partido Democrático, de centro-izquierda, tanto a escala europea como a escala nacional. Pero el riesgo existe aunque no sea la voluntad de sus promotores. Y sería lamentable que un proyecto innovador finalmente tuviera efectos perversos, es decir, no deseados ni esperados, si contribuye a fragmentar los espacios políticos del centro y la izquierda que quiere unir o si deviene un magma centrista que puede ganar unas elecciones pero luego sus contradicciones internas lo paralizan.

El Partido Democrático no es una ocurrencia, es un proyecto político interesante por su (relativa) novedad, un intento de dar una respuesta a la crisis de representación de los sistemas de partidos realmente existente. Es un proceso que de formas diversas está en marcha en diversos países europeos, con este nombre u otro, y nadie puede saber ni si será ni lo que será. La actualidad ahora está en Italia, y se debate en Cataluña a partir de la iniciativa del ex presidente Maragall. Hace unos meses se planteó en Francia, tanto por parte del centrista Bayrou, como de la candidata socialista a la presidencia Segolène Royal. El nuevo laborismo, el blairismo, es un precedente y hoy inspira bastante la idea del PD. Y se apuntó, sin éxito, en Alemania en el largo periodo de Gobierno compartido entre los socialdemócratas y los verdes.

Como ven, el proyecto existe pero en la realidad sólo se ha materializado en el Reino Unido y sobre la base de una reconversión programática del viejo Labour Party, pero sin fusionar el Partido con los centristas (que por cierto existen, los liberaldemócratas y que son bastante más progresistas que los centristas de Bayrou o los democristianos de Prodi y Rutelli o de CiU). Es probable que se consolide en Italia e incluso puede ganar las próximas elecciones frente a Berlusconi. Pero la fusión entre los poscomunistas del DS y los democristianos de la Margarita parece contranatura y puede resultar un engendro de gobierno inoperante.

En resumen, en cada país se dan procesos peculiares y casi siempre embrionarios, de momento con resultados muy desiguales. A pesar de ello, nos parece conveniente hacer una reflexión general que presente los claros y los oscuros de este proyecto y que sirva también para contribuir al debate en Cataluña. La voluntad de innovación es tan necesaria en política como en cualquier otra actividad, económica, científica o cultural. Pero la innovación política requiere un importante consenso social y, por lo tanto, debe apoyarse en una amplia mayoría política inevitablemente heterogénea. ¿Qué se pretende conseguir con el PD? En primer lugar, la idea del PD, o de sus equivalentes, nace de la voluntad de construir una fuerza política capaz de ganar elecciones y aplicar un programa de reformas políticas y sociales como corresponden a los nuevos tiempos. En segundo lugar, se propone un nuevo tipo de partido que vaya más allá de la fusión entre partidos diversos, poco ideologizado, capaz de integrar valores e intereses diversos y hasta contradictorios, que incluya sectores importantes de la sociedad civil y que pueda expresar la complejidad de las sociedades desarrolladas actuales. Y, en tercer lugar, se pretende que cada proceso a escala nacional, que es o será específico en cada país, converja en un partido a escala europea que ocupe el espacio liberal-socialista actual y que permita pesar en las dinámicas globales.

Las dificultades son obvias. En primer lugar, para bien o para mal, los espacios políticos están ocupados por partidos estructurados, con una organización y una idiosincrasia propias, con historia y personalidad cultural, con un patriotismo ideológico y de aparato, que arrastran muchos intereses particulares vinculados a la permanencia, todo lo cual parece difícil de unificar en un solo partido, especialmente si lo que se quiere es unir dos partidos pesados.

Más difícil nos parece superar la segunda dificultad: cada partido representa, relativamente es cierto, valores culturales e intereses sociales diferentes y opuestos. El centrismo, en el caso de Italia o Francia, y en Cataluña, tiene una base católica, una vinculación con la Iglesia y su jerarquía que en muchas cuestiones políticas supone supeditación y oposición a derechos democráticos básicos (derecho de la mujer a su cuerpo, aceptación de formas diversas de familia, educación pública desvinculada de una religión particular y trato igual a las prácticas religiosas existentes, respeto del carácter laico del Estado, etc.). El tema del laicismo, una de las cuestiones identitarias más arraigadas en la izquierda, es ya suficiente para inviabilizar el proyecto unificador del centro-izquierda, a menos de una evolución tolerante del catolicismo político, que, por ahora, no se vislumbra.

Tampoco resulta evidente que los centristas, muy vinculados a la propiedad privada y a las empresas capitalistas, y la izquierda, que históricamente ha expresado los intereses de los trabajadores asalariados y de los sindicatos, puedan coincidir en las reformas político-sociales, a menos que asuman y superen la dimensión tatcheriana del blairismo y la rigidez neoliberal de la burocracia europea. Esto afectaría a su capital social y electoral. En el caso italiano no deja de ser significativo que el sector más moderado de los DS (ex PCI), los miglioristas, considerados por gran parte de la izquierda más socialdemócratas que los mismos socialistas, se opongan al PD.

El PD deberá optar por cómo estar presente en la escena europea. En un reciente artículo, inteligente y equilibrado (La cuestión del Partido Democrático, La Factoría nº 32), Raimon Obiols analiza estos procesos y señala que la forma de estar en Europa junto con el laicismo serán seguramente los escollos más difíciles de superar.

En España sólo podría tomar la forma de una coalición o algo parecido entre el PSOE y los partidos nacionalistas periféricos, lo cual no está hoy a la orden del día ni mucho menos. En Cataluña en consecuencia habría que resolver primero la relación con el sistema de partidos en España. El PSC debería disolver su matrimonio con el PSOE, sin perjuicio de que el hipotético PD catalán luego pactará con el socialismo español para asegurar una mayoría gobernante. Por ahora parece política-ficción, aunque algo habrá que hacer, pues la debilidad política actual de Cataluña en el seno del Estado español requiere construir mayorías más fuertes y más independientes que las actuales. Aún me parece más difícil de resolver el encaje en Europa, con los socialistas, los liberales o inventando algo nuevo venciendo unas enormes inercias y resistencias.

La crítica más pertinente que se puede hacer al proyecto PD es, como dice Obiols en el artículo citado, que la discusión sobre los continentes prevalece sobre los objetivos y los programas. Para ello hay que eliminar la historia de la propuesta, una omisión muy patente en el caso italiano. Y aceptar que el mundo es como es, evitando análisis globales y locales concretos sobre el actual funcionamiento del capitalismo. La idea del PD se legitima por su teórica capacidad de promover reformas del sistema político y económico, pero la exclusión de la historia, del análisis crítico del presente y de un horizonte nuevo deseable puede generar la incapacidad de promover estas mismas reformas.

Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya.

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