Otros terrorismos
Estamos como estamos de ETA: en la cima de la repulsión y del hastío ciudadanos, y además otra vez con todas las alertas puestas. En este clima no es fácil hablar de otras cosas; nunca ha sido fácil. El terrorismo ha pesado y pesa como una losa que condiciona, entorpece, estrecha, inhibe e incluso impide muchos debates y algunos tonos (llevamos decenios, por ejemplo, sin podernos permitir con desenvoltura el feliz recurso o la sabia orientación del verdadero humor). En un ambiente así no es sencillo plantear determinadas cuestiones que el contexto de la violencia terrorista parece volver secundarias o prescindibles o directamente impertinentes. El terrorismo ha centrado y centra tanta atención que muchos otros asuntos graves han quedado y quedan relegados a un segundo plano, desatendidos o desenfocados de concepto y de obra. Y entiendo que por esa razón cada vez con mayor frecuencia se oye el término "terrorismo" aplicado a otros fenómenos. Veo en esa aplicación extensiva un intento -muchas veces último o desesperado- de remediar desenfoques, de exigir más atención, de reclamar más recursos políticos y sociales para combatir otras formas de violencia.
Las autoridades griegas están estudiando la posibilidad de considerar actos de terrorismo las acciones pirómanas que están arrasando ese país y que han provocado ya la muerte de más de 60 personas. En un momento en que la ciudadanía griega, abrumada, desesperada e indignada, imputa una parte del balance trágico de los incendios a la tardía, inconexa e insuficiente respuesta de su Gobierno, esa eventual declaración de ""acto de terrorismo" puede leerse como una promesa de que los pirómanos van a ser perseguidos con la máxima eficacia y sus crímenes castigados no sólo con toda la contundencia de la ley, sino con todo el rigor del concepto mismo, como acciones que atacan en grado máximo a la sociedad y sus valores.
En otro orden de cosas, pero en el mismo sentido, leí hace unos días en este diario una entrevista a Beatriz Fernández, miembro de Stop Accidentes, que en el verano de 2004 perdió en la carretera a cuatro miembros de su familia. En esa entrevista declaraba que a sus familiares les había matado un "terrorista vial", cuya arma no era una pistola ni una bomba, sino un coche que circulaba violando los límites de velocidad. Me parece evidente que Beatriz Fernández acude al término terrorismo no para comparar lo incomparable, sino con el fin de subrayar la auténtica dimensión destructiva del problema (el año pasado se dejaron la vida en la carretera 2.700 personas y, aunque este año esa cifra disminuya, seguiremos hablando en miles) y de reivindicar para la violencia vial la misma atención y preocupación que las instituciones públicas y la sociedad en general dedican a la violencia terrorista.
Ésta que hoy termina ha vuelto a ser una semana negra de violencia de género. Dos muertas más, y son ya cerca de 60 las mujeres asesinadas por sus (ex) parejas en lo que va de año. Comparto en la teoría y en la práctica la opinión de que a este tipo de agresiones hay que denominarlas terrorismo: terrorismo de género, terrorismo doméstico, terrorismo machista. Y ello precisamente en un intento de comparar lo comparable: la dimensión de lacra social del fenómeno, su condición de agresión radical a los valores de la convivencia civilizada y democrática.
Ninguna sociedad digna de ese nombre puede permitir(se) que una mujer sea asesinada cada cuatro o cinco días, un año sí y otro también, en un goteo fatal que salpica un momento la titularidad informativa y luego es eclipsado por lo que se considera la auténtica lacra, la auténtica amenaza, la más radical agresión a nuestros valores civilizados y democráticos, es decir, el terrorismo de ETA del que estamos como estamos: en la cima de la alerta y el rechazo social. Hablar de terrorismo de género es una manera de colocar ahí también a la violencia machista: en el punto más alto de nuestras preocupaciones, en la máxima atención política y social, en toda la energía teórica y práctica para erradicarla.
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