Un salto (físico) desde la muerte
Bill Viola mezcla la tecnología más sofisticada y viejas cámaras en su último trabajo, expuesto en la Bienal de Venecia
Unos se asoman despacio, casi con temor, y otros se lanzan hacia lo desconocido con inusitada vehemencia. Todos hacen que los espectadores contengan el aliento y respiren aliviados cuando por fin completan su traspaso. Son los muertos que regresan al mundo de los vivos, protagonistas de Ocean without a shore [Un océano sin orillas], el trabajo más reciente de Bill Viola (Nueva York, 1951), concebido y estrenado en Venecia con motivo de la Bienal de Arte, y que se presenta hasta el 24 de noviembre en una pequeña capilla privada del siglo XV, la Chiesa di San Gallo, junto a la plaza de San Marcos. "En enero, cuando vine a ver el espacio, me pareció demasiado pequeño, y su arquitectura cristiana resultaba demasiado impositiva. Tenía pensado hacer algo sobre la presencia de la muerte en nuestras vidas, pero tardé meses en definir las características de la pieza", comenta Viola a propósito del proceso de creación de la obra.
"No puedes apreciar la vida sin pensar en la muerte, así como para entender la luz hay que estudiar la oscuridad. Hay mucha gente que, a raíz de experiencias extremas, cuenta haber regresado de la muerte y, finalmente ¿no hemos deseado todos, en un momento u otro, que alguien querido pudiera volver del más allá?", se pregunta Viola, que ha elegido dos de sus elementos preferidos, el agua y la luz, para materializar un momento tan delicado como "el paso de lo etéreo a lo material, de la oscuridad a la luz, del blanco y negro al color, de la muerte a la vida".
Para representar visualmente esta transición, el artista ha rodado las imágenes con una tecnología inédita, que combina unas viejas cámaras de vigilancia de los setenta con las herramientas de última generación. Para lograrlo ha contado con la complicidad de los laboratorios de un amigo, el director de cine James Cameron (Titanic y Días extraños). Las imágenes, rodadas con este sistema, se proyectan en un loop continuo en los tres altares de piedras, convertidos en otras tantas pantallas, "algo así como portales para el paso de los muertos".
"Ha sido un trabajo muy complejo. Los performers tenían que pasar a través de una cortina de agua cristalina, que caía desde una altura de más de dos metros, manteniéndose invisible hasta entrar en contacto con un cuerpo sólido. Todos tenían que franquear este muro invisible de agua y luz para pasar al mundo físico. El agua, símbolo de renacimiento, materializa los cuerpos, pero lo más difícil fue atrapar aquel instante intermedio entre la oscuridad y la luz, una especie de crepúsculo, cuando la naturaleza misma es inestable y parece que todo es posible", explicaba el artista, acompañado por Kira Perov, su mujer y colaboradora desde hace 28 años, que se ha encargado de elegir a los participantes en la obra, entre los que está Blake Viola, su hijo adolescente.
En su refinada sencillez, la pieza está impregnada de una espiritualidad profunda. "Los problemas llegan cuando las religiones se institucionalizan, cuando se involucran en cuestiones económicas y políticas. La palabra de Dios está dentro de nosotros, nadie la posee. El mundo globalizado requiere una religión globalizada o más bien una espiritualidad más difusa", afirma Viola, quien ha tomado prestado el título de la pieza de Ibn Arabi, un místico sufí que vivió en Al-Ándalus en la segunda mitad del siglo XII. La obra se inspira en un poema del senegalés Birago Diop, que el artista cita con su voz profunda y amable: "... escucha la voz del fuego, la voz del agua... los muertos no se han ido nunca, están en las sombras, en la foresta, en la casa... los muertos no están muertos".
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