Zozobra literaria
A merced de los elementos. Así estuvimos en Vizcaya durante el mes de julio, y la deriva que ha tomado agosto no ha sido más que a peor: si en la primera quincena hubo días nublados, ahora, en plena Semana Grande, la lluvia se muestra sin tapujos, dispuesta a empapar al personal. La lucha contra los elementos es constante en la Aste Nagusia. Aunque parezca extraño, basta con hacer hemeroteca. A despecho del calentamiento global (del que se deja de hablar, sospechosamente, cada vez que hace frío en agosto) las fiestas de Bilbao cuentan con su día de tormenta, su chaparrón inesperado o, como este año, un declarado tono invernal.
La lluvia molesta cuando uno está en la calle, y más aún si se encuentra de farra. Sólo hay una circunstancia que proporciona a la lluvia un halo de misericordia: si cae cuando se trabaja. En efecto, la lluvia en días de trabajo se vuelve cálida y gentil. Claro que este argumento, en Semana Grande, no es de recibo. Ahora sólo cabe soportar deportivamente el mal tiempo y hacer como si nada: caerán chuzos de punta, pero haremos como si nada. "Hacer como si nada" es una encantadora expresión del castellano, que dice mucho más de lo que parece.
Las fiestas de Bilbao cuentan con su día de tormenta, su chaparrón inesperado o un declarado tono invernal
El tiempo juega malas pasadas, y recuerdo una de sus bromas cuando Edorta Jiménez nos invitó a un puñado de literatos bilbaínos a visitar Mundaka, su pueblo. Edorta, además de uno de los escritores más notables en euskera, es autor de la letra de esa melodía compuesta por Kepa Junkera que se ha constituido en himno oficial y extraoficial de nuestras fiestas. Pues bien, una nutrida agrupación de escritores nos dirigimos a Mundaka, y empezamos visitando alguno de los arenales de la ría de Urdaibai. Era un tórrido día de verano. La playa estaba cuajada de bañistas que lucían encarnadura de bronce mientras que nosotros, recién llegados del asfalto y enfundados en pantalón y manga larga, parecíamos un grupo de seminaristas en su tarde de paseo.
Más tarde, ya en Mundaka, Edorta Jiménez nos recibió en camiseta (esas camisetas que luce también en fiestas, según le he visto yo en el Arenal) y de forma inopinada dirigió la troupe de seminaristas a una barca (bote, según dicen las gentes de la mar) que conducía su hermano, dispuestos ambos a llevarnos hasta la isla de Izaro.
Nunca la cultura vasca se encontró en trance más comprometido. Jamás estuvo nuestra literatura en la dramática encrucijada de padecer tan masiva e irreparable pérdida. Allí estábamos, completamente atemorizados, poetas y novelistas, agudos columnistas y ensayistas promisorios, en un tris de perecer bajo las procelosas aguas del Cantábrico, mientras la voz de Edorta, irresponsablemente alzado a popa, discurseaba sobre frailes extravagantes que vivieron en la isla, vikingos que saqueaban la costa y otras cuestiones antropológicas, cuestiones a las que los demás habríamos atendido con algo más de cortesía de no creernos a un paso de servir de alimento a los pulpos.
Y es que a los de Bilbao (al menos, a la subespecie atolondrada que formamos los del Ensanche) nos pasan estas cosas: en la Gran Vía mantenemos la gallarda apostura, pero frente a los peligros de la indómita naturaleza (¿qué más peligroso, en fin, que subir a un bote?) lamentamos emprender tal aventura sin haber culminado nuestras obras completas.
A Edorta Jiménez le cabe el honor, junto a Kepa Junkera, de haber puesto acordes hímnicos a la Aste Nagusia, pero también el raro privilegio de haber tenido la literatura vasca, al menos la vizcaína, abocada a formar una nueva Generación Perdida, con tanto sonetista y tanto narrador aferrados a la borda de la barca de su hermano. Porque mientras él cuajaba historia de frailes y vikingos, los demás soñábamos despiertos con la tragedia del Titanic.
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