Carlos Trias, 'in memóriam'
Verano de 2004. Atardecía en el Teatro Romano de Sagunto. El sol bañaba el hemiciclo y parte de la escena. En breves instantes, sin haber desaparecido los rayos dorados, el cielo se encapotó y, raudo y colérico, descargó una lluvia torrencial; y una figura permaneció entre las gradas: impertérrita, erguida y quieta, como un torero que esperara la embestida del toro sin ceder un paso y con las manos bajas; o como un pedagogo que parlamentara con las deidades. Al poco, la lluvia cesó, y la figura acercándose a mí dijo -con una media sonrisa, irónica y misteriosa-: "Los dioses están con nosotros, estrenaremos". Y así fue. Por la noche estrenamos Orestíada, traducción y adaptación de Carlos Trias.
Carlos Trias, que, en la madrugada del pasado día 20 de agosto, nos dejó prematuramente. Dramaturgo, novelista, pensador, ensayista, y ser íntegro y caballeroso de los pies a la cabeza. Y amigo. Un gran amigo. De sus amigos y yo diría que, incluso, de sus enemigos. Y un cálido y tierno compañero con el que caminamos por mil caminos vitales y artísticos durante tantos años...
Conocí a Carlos en mi primer año de universidad. Corría el año 1964. Le conocí junto a Cristina Fernández Cubas, con la que -en palabras de su hermano Eugenio- inició tempranamente un viaje, un paso a dos indestructible, eterno: la chica del traje de chaqueta rojo que solicitaba condiscípulos que quisieran unirse al TEU de Derecho de Barcelona.
Se podría escribir sobre Carlos desde múltiples ángulos. De sus muchas calidades y compromisos. De su prosa estricta, de su dominio del lenguaje, de su inmersión en la paradoja, y de la discreción personal que le llevaba a profundizar en su conducta, conociéndose a sí mismo para conocer al otro, de su rectitud ante la elección de caminos. Nunca se detuvo a oír cantos de sirena. Su enorme talento no se avenía bien con pactos ni con marketings. Él, sencillamente esbozaba una sonrisa, se atusaba la barbilla rasurada, y proseguía su camino.
Y el universo griego. Su gran pasión. Su estudio permanente, su gran nivel de conocimiento sobre ellos. Y su sabiduría. Sabiduría que desgranaba con naturalidad pasmosa y afectiva a quien quisiera escucharle. Y todos lo hacíamos como niños chicos, con fervor. Su voz grave, percutada con una dicción clara y matizada, encajaba a la perfección en un cuerpo elevado, enjuto, quijotesco, coronado por una testa majestuosa de la que sobresalían sus pobladas cejas. Nunca fue hombre de armario excesivo. No le hacía falta: era elegante y punto. Y dionisíaco. Alegre. Socarrón. Tímido. Viajero de geografías y de humanidades, viajero del conocimiento. Con todo ello labró una hermosa producción literaria. Sin aspavientos. Con privacidad.
Orestíada -bastantes años después de un prodigioso Plauto- fue una verdadera obra maestra de adaptación de los clásicos: su precisión, su ritmo interno y su sagacidad para extraer los momentos culminantes, junto a la intuición escénica que le proporcionaba la visión de los ensayos, le llevaron -en un work-in-progress excitante y estimulante- a plasmar una obra viva, lacerada, austera, que vertía Esquilo al mundo contemporáneo de un modo admirable.
Antes de partir hacia su viaje último nos ha distinguido con un regalo inapreciable: Edipo en Colonia, esplendida versión de la tragedia de Sófocles. Los escenarios españoles la verán la próxima temporada.
Al dolor y a la tristeza, se une la convicción de que seres humanos como él son imprescindibles en un mundo cada vez más confuso y superficial. Perderlos es ser un poco más huérfanos. Ha sido un placer para los que te hemos conocido caminar junto a ti y rozarnos. Querido Carlos Trías: ¡Soria pura! ¡Cabeza de Extremadura!
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