La 'Dama' del sur mira al norte
Un paseo hasta la escultura de Manolo Valdés, en el parque lineal del Manzanares, permite disfrutar de unas vistas desconocidas de la capital
Madrid es una ventana con escasas, y por ello, muy solicitadas, vistas espectaculares de sí misma. El tremendo caserío donde habitan los gatos, hecho a trompicones con su algo de anarquía y desgracias, su puñado de espontaneidad en siglos pasados, salpimentado de orden ilustrado en un destello dieciochesco, y sobre todo, con el estirón apresurado de ladrillo rojo del desarrollismo, se sitúa en un terreno con no muchas distintas alturas o al menos no dramáticas, pues pareciera que ya tiene suficiente con sus 642 metros sobre el nivel del mar en Sol (es la capital europea más elevada).
Así que con estos mimbres los detractores de la capital encuentran su munición en las rotas llanuras, la sequedad del paisaje y la exasperante vulgaridad arquitectónica en que vivimos (el cuento ése del "poblachón manchego" que airean ciertos políticos ultramesetarios con mala leche) para olvidarse, también con ignorante alegría, de las vaguadas y promontorios que permiten perfiles gloriosos, sí, sí, gloriosos, y también poéticos, de la vida abigarrada de Madrid.
El coche se aparca en la calle de Perales, límite del barrio de San Fermín
En primer plano se ven casas nuevas cortadas con el mismo patrón de bloques
La propuesta de hoy es un paseo por una de las más recientes atalayas creadas por el madrileño para admirarse a falta de promontorios naturales. La silueta del cielo de Madrid, como desdentada y torpe, la antítesis del París haussmaniano de uniformidad plana y gris, merece varias fotos y un buen rato de observación desde el emplazamiento de la Dama del Manzanares, la monumental escultura que Manolo Valdés (Valencia, 1942, fundador del Equipo Crónica en la transición) plantó en 2003 en un zigurat alargado del nuevo parque del Manzanares, verdor moderno y todavía inconcluso en un límite de descampados al sur de la ciudad. Desde allí arriba se despliega una veduta hecha de barrio obrero y rascacielos, nada que ver con el preciosismo de los canales venecianos y perfectos de Canaletto, pero real y repleta de dinamismo, urbana y verdadera como un Antonio López pintado desde Vallecas.
Es conocido que los que habitan al norte de la línea imaginaria que separa el Madrid rico del pobre raramente se aventuran por los distritos del sur de la ciudad. Así que estos que alucinan con las condiciones de vida en Entrevías a pocos kilómetros de sus jardines privados son los que más gozarán con lo que hoy se visita si acuden con la mirada limpia. Lo mejor es que se visite al caer el sol cuando la luz de Madrid tamizada por la contaminación produce reverberaciones doradas que envuelven la fealdad en ensueño y remiten los calores agosteños. El parque es una cuña diseñada por el catalán Ricardo Bofill que revela varias sorpresas allí donde el nudo sur de la M-30 se enmaraña y se deshace. La Dama, iluminada como si fuera un faro cada noche, es el símbolo del lugar nacido en una fundición de Arganda. Y tiene otras hermanas en Madrid, como la menina gigantesca del mismo autor que saluda en una glorieta cuando se llega a Alcobendas también por el sur.
El coche se aparca en la calle de Perales, límite del barrio de San Fermín con sus bloques anónimos, o en la llamada calle de Embajadores (realmente es una carretera). La estación de cercanías 12 de Octubre queda también cerca, así como la homónima de la línea 3 del metro. Nada más entrar en el recinto se nota la bajada de la temperatura. Da gusto pasear entre olivares trazados con cartabón, por caminos alineados de cipreses, acacias jóvenes y el primer gran placer de la tarde: el río Manzanares umbroso rodeado de vegetación de ribera auténtica con sus fresnos frescos y el agua corriendo. Esto es así porque el parque se traza justo tras la última represa del riachuelo que ascendemos aquí a categoría de río y es el único punto de la ciudad, El Pardo aparte, donde el afluente se parece a su padre el Jarama.
Dos pasarelas cruzan el cauce, naturalmente en esta época, con los mosquitos lanzándose en busca de tu sangre si se les deja. El paseante supera una pérgola típicamente de Bofill erguida de grandes columnas bastas de caliza con capiteles dóricos y varias fuentes que no manan agua. Y junto a dos palmeras que centran el parque, allí arriba se aprecia el objetivo, la Dama. En los parterres juegan niños y perros y una familia de chinos juega al bádminton. El parque cierra a la medianoche y muchos llegan al caer el sol para huir del horno del hogar. Y se sienten seguros, según afirman, porque, como recuerda María que pasea cada día aquí a su perrazo, una patrulla de seguridad privada va con su cochecito por el lugar ahuyentando a posibles malhechores.
Hasta la atalaya sube una rampa alfombrada de madera en su último tramo. La colina de relleno debía estar cubierta de hiedra pero ésta sólo sobrevive en parches. En la pequeña plataforma reina la gran señora, una escultura de 14 metros de altura y ocho toneladas de acero y bronce. La mujer, el tótem del sur, tiene aspecto de moai transmutado desde la isla de Pascua. Es esquemática, enigmática, parece apática con sus rasgos apenas barruntados. Y lleva un tocado peculiar, un pararrayos y un pelo herrumbroso conformado como los anillos de Saturno, aunque quizá no sea cabello lo que ronda a la Dama sino las ideas que se le pasan por la cabezota al ver lo que tiene delante.
Lo que mira la Dama es Madrid, con toda su belleza y su miseria. En el primer plano hay nuevas casas de esas cortadas con el mismo patrón de bloques repetido en cada nuevo barrio (plan de actuación urbanística, en lenguaje técnico, PAU), en todas las promociones anónimas de viviendas protegidas. A una banda, los talleres del AVE, y a la otra, casas baratas más antiguas. Un poco más lejos, los tejados de la ciudad antigua y sus hitos más altos y destacables de oeste a este: la enorme cúpula achatada y de platillo volante de San Francisco el Grande; la catedral; los dos hitos de la arquitectura de tiempos del franquismo que son la Torre de Madrid y el edificio España; el neón naranja que marca el tiempo en la Telefónica de Gran Vía; y las alturas de la ciudad más reciente: torres de Jerez, la Picasso, los cuatro esqueletos ciclópeos que crecen en el paseo de la Castellana, la de Valencia y el huso de Torrespaña.
La luz es melosa, cansada y lánguida, porque es el ocaso junto a la Dama y el calor y la contaminación desdibujan los límites de las cosas. En este momento la sierra no es más que un espejismo negro que abraza ignorada la vorágine. Los colores y mil tejados de Madrid parece que se mueven pese al sopor que invade todo, y la M-30 escupe coches sin parar aunque sea agosto, porque agosto ya no es lo que era y la ciudad agobiada no frena nunca.
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