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Semana Grande
Columna
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Los fuegos

El fuego es lo que tiene, si hay agua no arde, por eso ayer las miradas estuvieron pendientes de si el cielo ponía en peligro el lanzamiento de los fuegos artificiales. Aunque cayera sólo un sirimiri y los cohetes pudieran salir equipados de paraguas y chubasqueros, tampoco es plan mirar para arriba y que se te encharquen los ojos y creas que estás viendo bombas japonesas cuando lo que estás viendo es chiribitas y ranas. Así que se entiende la preocupación general por el estado del cielo. Con la particularidad de que la concurrencia se resiente. Si está dudoso, la gente se anima menos, porque los juegos de agua se los pueden montar en la ducha o en el bidé, en cambio si la noche es excelente, se congrega un gentío de aúpa, mucho más -el triple- que a la hora de tomar el sol, no faltando los niños que clausuran en el agua la sesión de fuegos como si tuvieran que apagar algo que les arde por dentro o creyeran que la playa es sólo para eso.

En eso consisten los fuegos artificiales en luces, ruido, ritmo, forma y color, o sea, como la música, pero al óleo

Generalmente ocurre que tras diferentes silbidos, las luces suban al cielo y revienten como escarcha de fuego, alas de mosca, caspa de colorines, pétalos de algo y polen ígneo creando distintas regiones en las nubes y algo así como ecosistemas en cada nivel del cielo para que convivan, por ejemplo, las medusas con los sauces llorones, los gusanos y serpientes con el estruendo, y las bolas con la explosión, el chisporroteo y ese resbalar lento como el agua -lo siento- sobre los cristales hecho de brasa y caramelo. Sin olvidarse del ritmo, que ahí reside el intríngulis del lanzamiento, en la compaginación de los momentos fuertes y explosivos -amén del petardeo continuo y la delirante traca final-, con los más lentos y silenciosos. En eso consisten los fuegos artificiales en ruido, ritmo, forma y color, o sea, como la música, pero al óleo. Con un poco de suerte, la traca final resultará hipnótica al conjugar el crescendo y acumulación de las explosiones con los fogonazos cuasi estroboscópicos, y se saldrá del trance sintiendo todavía en las tripas múltiples retumbamientos y en los ojos cierto cosquilleo de pie dormido.

Claro que, a veces resulta difícil concentrarse porque al tratarse de un espectáculo multitudinario, nadie puede estar al abrigo de la muchacha empeñada en contarle a su madre las vicisitudes de su vida en pareja ni de la amoña que se siente obligada a estimular al nieto repitiendo a cada segundo ¿ves qué bonito? Por no mencionar los desaprensivos que llegan tarde y se te ponen delante sintiendo no ser tan altos como la luna para que nadie vea nada. Pero son gajes del oficio, por eso la gente come después un helado, para refugiarse en un espectáculo que por fin es privado y que puede disfrutar sin estar pendiente de las inclemencias del tiempo y las impertinencias de quienes le tocan al lado. Sólo que ayer no hubo helado capaz de neutralizar el mal rato que nos llevamos.

Cuando todo parecía que se desarrollaba según los cauces previstos, se abrió de repente el cielo y en un estallido que casi nos rompe los tímpanos empezó a flotar sobre la bahía un elemento llamado incineradora que lanzaba cascadas de lava mugrienta. ¡Qué susto! En medio de una visión que parecía apocalíptica nos enseñó sus tripas digiriendo millones de nauseabunda basura. De cuando en cuando expelía eructos que los expertos consideraron de dioxina al par que extendía una cabellera de humos impenetrables que parecían los pelos de la Medusa hechos de serpientes. El que más shock se llevó fue el pobre Odón al ver el engendro que finalmente le habían conminado a aceptar. El pobre ya no está ni sostenible. Bueno, ni él ni nadie. Y yo me pregunto ¿por qué no hacer cohetes con la basura? Así padecíamos los inconvenientes de la incineración pero con arte.

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