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Columna
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PSdeG

Una de las preocupaciones legítimas sobre el futuro del país es saber qué sucederá con el PSdeG en el momento en que se produzca la retirada del poder de Emilio Pérez Touriño. Sería bueno que el paso por el gobierno fuese aprovechado por el partido socialista para constituirse como tal y para dotarse de una visión propia de Galicia y sus intereses en la línea de la tradición federal del republicanismo y socialismo gallegos y de la España plural de Zapatero. No vaya a ser que vuelvan a las andadas de un populismo españolista como aquel con el que Francisco Vázquez tenía tan contenta a la derecha local. Desde este punto de vista, no cabe duda de que la llegada a la Secretaría General del PSdeG de Touriño resultó ser muy positiva. Sin el nuevo período que abrió no habría habido gobierno bipartito. Fue él quien tendió puentes con el BNG y permitió que el desgaste del PP fuese acompasado por la movilización del electorado galleguista y de izquierdas, hasta entonces desanimado y carente de horizonte. Podría decirse incluso más: con independencia de lo que se considere acerca de su política, un poco átona, no hay dudas acerca de su honradez, lo que no siempre fue el caso en quienes lo precedieron. Y es que el PSdeG fue, durante muchos años, un partido de desastre. No es tan sólo que no tuviese una política centrada en Galicia ni alimentado una perspectiva para el país. Con un dirigente como Vázquez, a la derecha de la derecha, y unos afiliados de escasa conciencia de izquierdas -muchos se sumaron al carro una vez Felipe Gónzalez había conseguido el poder en Madrid- la vida de los conservadores transcurría dulce y feliz, con una placidez sin fisuras. El PSdeG alimentaba en esos tiempos una visión de rentista que disfrutaba de los ciclos de la política estatal sin mérito propio.

Hasta hoy, el PSdeG no ha existido jamás como partido coherente, más allá de sus feudos y baronías locales. Mucho menos aún se podía soñar con que hiciese el papel de intelectual colectivo que reclamaba Gramsci para los partidos. Durante largos años ha faltado una perspectiva socialista del país. No ha existido ni por asomo. No sus críticos, sino sus propios militantes y dirigentes así lo han visto y reconocido. El PSdeG funcionó como una eficiente máquina de poder, especialmente en las ciudades, pero nunca tuvo, ni siquiera lo intentó, una política para Galicia digna de ese nombre. Esa carencia la hemos pagado todos. Son esos aspectos los que la llegada al poder de la Xunta podría corregir, dado que la práctica del gobierno requiere el cumplimiento de ciertas obligaciones. Sin embargo, no es ningún secreto que entre el presidente Touriño y el aparato de su partido no todo es música celestial. Se llegó a rumorear incluso la posibilidad de una Intifada de barones descontentos que el resultado de las municipales abortó. De producirse, se trataría, sólo de la desnuda lucha por el poder, dada la inexistencia de corrientes de opinión que propugnen un discurso articulado. Es evidente, por lo demás, que, como enseña la política comparada, mientras Touriño ejerza el poder es claro quién ganará la partida.

Con todo, hay que mirar más lejos. Vivimos en tiempos de vértigo, y los países tienen que saber adaptarse a circunstancias muy cambiantes. Para que Galicia sepa encontrar su hueco es necesario que el PSdeG -como el BNG o el PP- posea un marco de comprensión adecuado de las oportunidades y riesgos para el país. La improvisación siempre se paga. Y la existencia de una política económica, de pesca o de cultura no es algo que haya que dar por descontado, como hemos tenido ocasión de comprobar. Estamos en el ecuador de la primera legislatura del bipartito, y todo hace suponer que las dos fuerzas que lo componen, y en especial el PSdeG, van a mejorar sus perspectivas encarando la segunda con una más cómoda relación de fuerzas con los conservadores. Si el país renueva su confianza en el bipartito, irá teniendo oportunidad de separar el grano de la paja en lo que se refiere a lo hasta ahora hecho y prometido, y, es de suponer también, demandará al gobierno que no conduzca al país con la cómoda inercia que caracterizó el final del período conservador.

Para mantener la iniciativa, no sólo en las portadas de los periódicos sino en el pulso interno de la sociedad, es necesaria una ambición que ha de expresarse en ideas claras y factibles. Y en el arco que va desde impulsar la democracia mediante la deconstrucción de las prácticas de clientelismo hasta la elaboración de una nueva Ley de Cajas, es mucho lo que resta por hacer.

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