Turismo en el campo de batalla
Aquí se libró la famosa batalla de Waterloo", explica la guía con voz anónima. Así que el turista saca la cámara y toma fotos del paisaje vacío, del lugar que debió ser hace mucho y que su imaginación va saturando de estruendo de cañones, de cuerpos retorciéndose; de humaredas y olores a pólvora; de gritos instando a la batalla. En los ojos del pensamiento, aparecen los caballos y los uniformes que conocieron, seguro, mejores días; casacas elegantes de un emperador derrotado, débil: se despide de la gloria.
Y es que allí, en la visita turística a ese antiguo campo de batalla -hoy sin signos visibles de aquellos días-, no se celebra la victoria fulgurante del duque de Wellington sobre las tropas napoleónicas. Como en cualquier paseo por los desastres de otro tiempo, el turista, ávido de emociones próximas al abismo, va en busca del sabor que nunca sacia -o nunca lo suficiente, parece-: el de la derrota, el de la aflicción; el del dolor, las pérdidas, la muerte
¿Cómo es posible hacer de los lugares del horror lugares visitables, recorrido para turistas?
... Da igual que a simple vista no quede referencia alguna a entonces: ocurrió. Con eso debería bastar.
De vuelta en casa, al repasar las fotografías en el ordenador, la pantalla devolverá al turista una imagen despoblada: ni rastro de aquellas sensaciones. Las perseguirá. Se obcecará en perseguirlas, impaciente, entre fotos de otros viajes: ahí están, a destiempo, cuadros de Gros o Delacroix vistos en un museo -cuánto se parece la realidad a los cuadros...-. Porque haber estado en el campo de batalla no asegura recordar las cosas como debieron ser: al contrario. Sucede con ese tipo de visitas: hagamos lo que hagamos, el vestigio apagado resulta incapaz de preservar la intensidad del horror como se produjera, incluso como soñamos revivirlo en su lugar de origen. Ya no está. Se ha ido.
Sin embargo, en ese vacío, en ese hueco interminable y mudo, es donde la civilización occidental parece encontrar un consuelo fraudulento y tenso a sus vértigos ancestrales. Fraudulento, porque se parapeta en el recuerdo cuando corre sólo avaricioso tras un fantasma de sí mismo; tenso, porque nunca logra aplacar la voracidad por diluirse.
También en ese hueco, ingobernable y extremo, encuentra el turista su particular campo de acción, que tiene mucho de campo de batalla en lo que a invisibilidades y falsas pistas se refiere. En la búsqueda infinita del Otro Absoluto -que en el texto clásico de 1976, El turista, MacCannell cita como característica de Occidente-, los turistas persiguen una quimera: un deseo hacia lo "exótico". Se trata en este caso, claro, de un exotismo en el tiempo como lo definiera Gautier al hablar de la Salambó de Flaubert, "el gusto más refinado, la suprema corrupción": "A Flaubert le hubiera gustado fornicar en Cartago, a vosotros os gustaría La Paràbere; por lo que a mí respecta, nada me excitaría más que una momia".
Quién sabe si esa pulsión romántica, la sed por lo sublime, la imprescindible exigencia del horror, la necesidad de ruinas descrita incluso entre los viajeros ilustrados del Grand Tour, es la que arrastra al turista contemporáneo hacia aquellos parajes, testigos de guerras, masacres, motines, atentados: muerte. Desde las visitas a la Zona Cero de Nueva York en busca de un hueco poderoso -el de las torres mismas- hasta las reconversiones de los campos de concentración nazi en espacios visitables, museados, nuestra cultura actual ha definido nuevos supuestos espacios para la reflexión, el recuerdo, la amonestación, a medio camino entre cementerio, monumento o lugar de culto religioso. Como en Notre Dame o La Recoleta de Buenos Aires, el turista deambulará por la Zona Cero, distraído, mirando apenas, percibiendo poco; sometido a los vaivenes de tantos estímulos controlados que la lógica del recorrido irá despertando a su paso: idénticos para todos, en el fondo.
Pero hay algo infinitamente
perverso que distingue a los viejos de los nuevos lugares de recogimiento. Los segundos, ausencia supina, pérdida colectiva, revestidos de su esencia de episodio histórico, simbolizan la imposibilidad última del duelo, ¿quién podría llorar en Waterloo a tantos muertos allí muertos? ¿Cómo es posible, sobre todo, hacer de los lugares del horror lugares visitables, recorrido para turistas?
En este sentido y a propósito de Dachau reflexionaba Peter Vergo en Revista de Occidente a mediados de los noventa. ¿Qué quedaba de lo que fue, de aquello que hubiera podido revivir la rabia, la perplejidad, el dolor, la decisión de evitar que pasara de nuevo, si los espacios habían sido limpiados y vaciados de cualquier vestigio de la masacre, reescritos con la lógica aséptica del museo? En este punto reside la paradoja porque, igual que ocurre en cualquier campo de batalla, todo vestigio humano aparece borrado por el tiempo, erradicado por el orden.
Extraña maniobra, en especial para una época de turismo sostenible, respeto y aculturaciones, pues si ya parece peculiar haber llegado como turista hasta Waterloo, la Zona Cero, Atocha o Dachau..., ¿por qué, además, esa maniobra de desplazamientos? Las dentaduras postizas, las muñecas rotas, los vasos de plástico derretidos, la gorra sin propietario... han sido arrancados de su lugar de procedencia y trasladados a la pulcritud de un museo que impone al visitante su narración, como ocurre con los museos: así es el dolor que se debe sentir, aquí debe sentirse.
Después, tras tanta angustia, los turistas en el Museo del Holocausto en Jerusalén salen a la luz, al hermoso valle. Respiran. Y el visitante que a lo largo del recorrido, alerta frente a las manipulaciones, se había sentido viajero, respira aliviado también al tropezarse, en la lógica del recorrido, con la tierra prometida. Aunque no más falsas divisiones. En la sofisticada organización narrativa del horror manufacturado, como ellos, yo era una turista. Y ustedes.
Estrella de Diego es catedrática de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid.
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