Acerca de la valentía
Me alegro sinceramente de que María San Gil haya superado la enfermedad que la ha mantenido temporalmente apartada de la política. No dudo de que se habrá enfrentado a su mal con coraje, pues ésta es una cualidad que se le atribuye en todo lo que emprende, y la tendrá también en todo lo que sufre, y hay que reconocer que le ha tocado sufrir bastante. No la conozco mucho, pero le tengo aprecio. Mi primer contacto con ella lo tuve hace aproximadamente una docena de años. Ella era concejal entonces, y no tan conocida como es actualmente, y me pareció una mujer viva, afable, generosa de carácter y con una cualidad muy digna de agradecer por un tímido como yo: me otorgó su confianza como si nos conociéramos desde hace muchos años. Me pareció, además, una mujer muy atractiva, y espero que no le moleste esta apreciación. Después de aquella conversación, fruto de una circunstancia casual y no de ningún contubernio, sólo me he vuelto a encontrar con ella en dos o tres ocasiones, y mi impresión ha sido la misma que la de aquel primer encuentro. Hoy en día es una personalidad política de primera magnitud, un personaje público con el que disiento, y me voy a permitir manifestar esa disensión, que hace hincapié precisamente en la que se considera su principal virtud, de la que ella se ha convertido casi en emblema: la valentía.
No niego que ella sea una mujer valiente. Lo es. Lo que cuestiono es que se haga de la valentía un criterio político capaz de validar o invalidar nuestros posicionamientos, y tengo la impresión de que ella ha contribuido de forma primordial, no sé si conscientemente o no, a que esa distorsión en el juicio haya tenido curso entre nosotros. La valentía es una virtud, o una disposición de ánimo, nada más, aunque también es verdad que tampoco nada menos. Contribuye de manera eficaz a mantener la libertad de juicio, pero en ningún caso puede constituirse en contenido sustancial del juicio mismo. Nadie puede tener razón por el mero hecho de ser valiente, o por mostrar siempre valentía en cualquier circunstancia. Es más, la valentía, convertida en temeridad, puede convertirse en fuente de despropósitos, y la obsesión por mostrarla derivar en criterio de validez más allá de cualquier ponderación juiciosa. El "soy valiente luego tengo razón", o el "doy por bueno el criterio que requiera una mayor dosis de valentía", no son disposiciones que acompañen al buen juicio, sino que pueden distorsionarlo, y hay situaciones, como aquellas que están expuestas a un alto grado de violencia, que pueden serles propicias.
Se da además en la valentía una paradoja que ya señaló Walter Benjamin. El valiente sería aquél que conoce el peligro pero no le presta atención. Si se la prestara, dejaría de ser valiente y se convertiría en cobarde, pero si no conociera la existencia del peligro tampoco sería un valiente. En la valentía, por lo tanto, las convicciones o las pautas de vida son previas a la existencia del peligro, y se mantienen a pesar de él. Prestar atención al peligro sería ya indicio de cierto grado de cobardía. Prestar atención al peligro para protegerse de él, y bien, ¿quién de nosotros no lo hace? Lo hacemos incluso de manera ostentosa, lo cual no invalida nuestro criterio de partida, pero tampoco lo hace de por sí más valioso que otros; lo único que muestra es que, por una u otra razón, nuestros criterios son peligrosos, con riesgo incluso para nuestra vida. Pero si hacemos ostentación de ese peligro, es decir, si nos acobardamos, lo que no nos es lícito es mostrar como valentía nuestra debilidad, y mucho menos lo es convertir esa valentía infatuada en un recurso retórico que nuble la validez de cualquier mensaje. La exhibición de la valentía, que sería en realidad un indicio de cobardía, no señala el lugar de la verdad, ni puede valer para condenar a otros criterios al reducto de los cobardes. La validez de esos criterios se dilucida a nivel del juicio, y no al del valor que haga falta para defenderlos. Menos aún cuando la valentía nunca puede hacer ostentación de sí misma.
Y bien, dicho esto, no me cabe ninguna duda de que María San Gil es valiente y de que yo no lo soy, pero, aún admirando su valentía, no puedo estar de acuerdo con sus opiniones. Algunas de sus últimas declaraciones me parecen auténticos disparates. Es lo que tiene de malo el hecho de acogerse a la valentía como valor estratégico, pero ya hablaremos de ellas en otra ocasión.
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