Cuando los números son importantes
Nuestra época es, sin duda, la edad de oro de los hechos, las estadísticas, las listas y los datos; en una palabra, una era de números.
El déficit federal de Estados Unidos se registra, segundo a segundo, en un contador situado en Times Square, en Manhattan. Las clasificaciones anuales del grado de calidad de las universidades de todo el mundo causan gran alboroto entre la gente que se interesa por esas cosas. El popularísimo Libro Guinness de los récords se vende gracias a nuestra insaciable curiosidad por los números: ¿quién comió el mayor número de salchichas del mundo en una sola sentada, quién ha nadado más lejos que nadie? ¿Quién es el hombre más rico del mundo?
En su mayor parte, son tonterías inofensivas; francamente, ¿a quién le importa saber quién ha nadado más lejos que nadie? Además, la mayoría de nosotros prefiere, con razón, evitar las estadísticas, salvo cuando estamos comprobando el estado de nuestra cuenta corriente. Cualquier político o profesor que suelte un montón de cifras durante un discurso debería tener en cuenta que el nivel de atención del público cae inmediatamente en picado. Los artículos de opinión repletos de estadísticas hacen que hasta el lector más erudito pase la página.
Por lo tanto, titular un ensayo "Cuando los números importan" es arriesgado. Pero creo que hay varios asuntos cargados de datos que es preciso examinar y sobre los que hay que pensar con todo cuidado. Lo que sigue son mis reflexiones sobre un par de artículos recientes que me han perturbado bastante. No hablan de alta política, es decir, de que el Gobierno ruso está aumentando su participación en las reservas energéticas, ni del gasto de defensa en China, ni del coste de la guerra en Irak. Contienen datos estadísticos -números- relativos a un montón de seres humanos normales y corrientes. Por desgracia, los dos indican que existen partes del tejido social de nuestro planeta que están en una situación muy grave.
El primer artículo, escrito para The Financial Times por Gunnar Heinsohn, catedrático de la Universidad de Bremen, en Alemania, estudia la relación entre los constantes estallidos de violencia en Gaza y el enorme aumento del número de jóvenes airados en la zona. Muchos mencionamos con frecuencia la relación entre la demografía, la frustración y la violencia callejera, pero lo hacemos de forma anecdótica y superficial. Heinsohn sitúa este catastrófico problema en cifras reales.
Entre 1950 y 2007, la población de Gaza pasó de 240.000 a casi 1,5 millones de personas, debido al elevado índice de natalidad de las familias palestinas. Las cifras aumentan decenio tras decenio. Puede que los palestinos no sean capaces de derrotar a los temibles tanques y bulldozers israelíes, pero están sobrepasando a las familias judías a un ritmo increíble.
Una de las afirmaciones más extraordinarias de Heinsohn es que "si la población de Estados Unidos se hubiera multiplicado al mismo ritmo que la de Gaza, su número de habitantes habría pasado de 152 millones en 1950 a 945 millones en 2007, más del triple de su población actual, 301 millones".
Pero lo que el autor quiere subrayar es mucho más concreto: que existen muchos más árabes jóvenes (y frustrados, airados y desempleados) que judíos jóvenes, y que los primeros están aumentando con tanta rapidez que nadie puede controlarlos verdaderamente. Lo peor son los comentarios en privado en los que destacados políticos palestinos reconocen que ninguno de los dos principales partidos del país, Al Fatah y Hamás, puede contener toda esta química juvenil acumulada.
Si eso es cierto, todas las misiones de paz de Estados Unidos y la Unión Europea se vuelven completamente insignificantes. Los números cuentan. E Israel va a comprenderlo mejor que nadie durante los próximos decenios.
El segundo artículo sobre números que me llamó la atención estaba en la edición de junio-
julio de The Catholic Worker, una revista católica estadounidense, poco conocida pero maravillosa, fundada por la asombrosa activista Dorothy Day hace más de 60 años. El artículo al que me refiero hablaba de un tema que en Estados Unidos está completamente alejado de los titulares y es muy poco atractivo: los presos.
El artículo, de Jim Reagan, se titula "2.193.798 y suma y sigue". Ése era el número de personas encarceladas en Estados Unidos en 2005. Somos el primer país del mundo en este aspecto, por encima incluso de China (1,5 millones de presos) y la Rusia de nuestro buen amigo Putin (870.000), según las cifras proporcionadas por el Centro Internacional de Estudios sobre la cárcel de la Universidad de Londres.
Tenemos en la cárcel a una proporción de nuestra población entre siete y ocho veces mayor que la de nuestros amigos europeos, y el número absoluto de presos se ha duplicado desde principios de los noventa. Se nos da mucho mejor encarcelar a varones negros, hispanos y de otras minorías. Según Jim Reagan, en la prisión más famosa de Nueva York, Rikers Island, "más del 90% de sus internos son hispanos y negros".
Hay que tener en cuenta, asimismo, los frecuentes abusos, desprecios y malos tratos que sufren, no ya los asesinos enloquecidos (como si eso sirviera de excusa) sino muchos otros ciudadanos estadounidenses encarcelados.
Estas cifras son importantes en otro aspecto. En el Estado de Nueva York, por ejemplo, aunque los presos no tienen derecho al voto, sí se tiene en cuenta su número para añadirlo a los distritos -en general, rurales- en los que se encuentran. "Por lo menos siete distritos del Senado en el Estado de Nueva York estarían demasiado poco poblados y tendrían que ser modificados si no se añadieran los presos que residen en ellos", dice Reagan. Es un escándalo, pero no parece que a nadie le preocupe; no es extraño que nos metiéramos en el lío de la cárcel de Guantánamo.
Ante unas cifras tan pasmosas, me mareo. No soy capaz de imaginar qué población juvenil tendrá Gaza en el año 2020 ni cómo va a poder controlar Estados Unidos un sistema de prisiones que, por esa misma fecha, podría tener 3 o 4 millones de habitantes, en su mayoría negros e hispanos.
Tengo que reconocer que es prácticamente lo mismo que siento cuando pretendo comprender las repercusiones de todos los informes que se publican sobre el calentamiento global, o las previsiones sobre la posible hegemonía económica mundial de Asia a mediados de siglo. Es más, me infunde sospechas cualquiera que diga que sabe exactamente lo que quieren decir esas tendencias y proyecciones estadísticas.
No obstante, estoy seguro de que tienen algún significado. Por eso, desgraciadamente, no podemos cerrar de forma automática nuestros ojos ni apretar el botón de "avanzar rápidamente" cada vez que nos encontramos con un artículo que contiene un montón de datos, sea sobre las cárceles reales de Estados Unidos o sobre la prisión virtual en que se ha convertido Gaza.
A veces, los números son importantes.
.© Tribune Media Services, 2007.
Paul Kennedy es titular de la cátedra J. Richardson de Historia y director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Su último libro es The Parliament of Man, sobre Naciones Unidas. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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