Arte de reclamar
Patinamos, caemos, reclamamos. La secuencia podría ser así, aunque cabe la introducción de variaciones. Podemos, por ejemplo, caer sin patinar, patinar sin caer o, simplemente, hacer que patinamos y caemos. El elemento fijo es la reclamación. Nos hemos convertido en un país adicto a las reclamaciones. Se acabaron los tiempos heroicos en los que cada ciudadano tenía una reivindicación (mayormente política) en el bolsillo de la americana. Quizás porque ya nadie o casi nadie (y menos en verano) se pone americana ni camisa, el caso es que ya nadie pierde el tiempo organizando marchas reivindicativas, levantando carteles ni pidiendo justicia a voz en cuello a la ciega Justicia. La derecha es plantear reclamaciones con o sin fundamento. Nos hemos convertido en litigantes. Auténticos piratas del litigio con pantalón pirata, camiseta y sandalias. No se fíen. No hace falta decirlo. No nos fiamos de nada ni de nadie. La confianza ha muerto.
Patinamos, caemos, reclamamos. Es la misma secuencia a la que el Tribunal Supremo ha puesto fin diez años después de que Rosario Albelda patinara y cayera en la casa de un matrimonio amigo. La historia la contaba este periódico el sábado pasado. La mujer, acompañada por su marido, fue invitada a cenar. Llegó a la residencia de los anfitriones, atravesó el umbral y, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, se internó en el pasillo decidida a alcanzar la cocina. En uno de los tramos del pasillo había un juguete (un cochecito) que la mujer pisó. No había luz. Nadie encendió la luz. Cuando se hizo la luz la mujer ya se había descalabrado. Las casas donde hay niños, ya se sabe, suelen estar sembradas de cochecitos mal aparcados, aparcados como en día de partido en San Mamés. La mujer caída (también denominada la mujer litigante) decidió demandar a sus amigos por la módica cantidad de 50.740 euros. La Audiencia de Valencia recortó posteriormente esta cifra hasta dejarla en 25.855 euros. El matrimonio litigante estaba decidido a que la cena les saliera cara (por un auténtico ojo de la cara) a sus acoquinados anfitriones. Ya sabemos que hay gente que jamás te perdona un favor, pero esto es otra cosa, otra categoría del escarnio. El precio del patinazo iba a ser alto, más que el de la amistad, que como puede verse estaba por los suelos. Finalmente, el Tribunal Supremo ha decidido que el matrimonio demandado no cometió delito y que vivir comporta ciertos riesgos (por ejemplo, el de los cochecitos que uno puede pisar en un pasillo).
Un patinazo, un golpe, una reclamación, quizás un abogado sinvergüenza como aquel que encarnaba el gran Walter Matthau en Bandeja de plata. No es igual, pero el caso me ha hecho recordar esa espléndida y cínica película de Billy Wilder, con el pobre Jack Lemmon haciendo teatro a jornada completa, apremiado por un torticero abogado tramposo a exagerar los efectos del golpe propinado en un campo de fútbol por un jugador negro. La película es de los años sesenta, con lo que se demuestra que, más tarde o más temprano (casi siempre más tarde) lo que sucede allí (en Norteamérica) llega a pasar aquí.
Se habla de "judicialización" de la política, pero quizás debiéramos hablar de "judicialización" en general, hasta de "judicialización" de la amistad. No es extraño que ahora mismo prosperen las compañías que ofrecen asistencia legal por un módico precio. Nuestra salud legal puede llegar a ser tan importante como la corporal. Los médicos, por cierto, ejercen su trabajo bajo la presión de saberse objeto de demanda y carne de denuncia. Yo no sé si esto es bueno. Estoy seguro de que la impunidad no sólo es mala, sino que es lo peor. Pero algunas presiones intuyo que no pueden tener consecuencias benéficas.
La vida, al parecer, no es un tablero épico como el que describieron el Canciller de Ayala o don Jorge Manrique. Ni siquiera es un juego con las cartas marcadas. La vida es un Juzgado, una querella, un perpetuo litigio. Nuestro libro de cabecera es el Libro de Reclamaciones. Somos consumidores y, por tanto, nuestro justo derecho es reclamar. En la era de la microinformática y la telefonía móvil, sólo los más astutos sobreviven. Te la meten doblada primero y después te denuncian. Hay que ser un auténtico lince. Sin embargo, tengo la sensación de que Walter Matthau triunfaría ahora mismo en este país.
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