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Columna
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Rozagantes

A mí los turistas me caen bien. No sólo porque contribuyen a alegrar nuestra economía, sino fundamentalmente porque nos traen a domicilio el reflejo de la anchura y la diversidad del mundo. Los turistas llenan nuestras calles de otros acentos, otros comportamientos y otras interpretaciones. Son gente capaz de maravillarse aún ante una barra cubierta de pinchos, es decir, de reintroducir el valor de lo excepcional en el terreno de nuestra normalidad. Gente capaz de sorprenderse y/o escalofriarse aún de la desenvoltura con la que aquí el personal (de a pie, bici o motor) se relaciona con los semáforos en rojo y los pasos de cebra. Gente, además, que sitúa con alegría o sin complejos lo vasco y lo español. Ese reflejo o muestrario de la pluralidad del mundo que representan los turistas le viene muy bien a Euskadi, que es un país ensimismado. Creo que le sienta tan bien como puede sentar el paso del aire acondicionado al aire fresco, o como sienta, después de haber estado todo el día con las persianas bajadas y mirando en la pared el mismo cuadro, abrir las ventanas de par y par y contemplar la imprevisibilidad de un auténtico paisaje. Me caen bien.

Hablando de turismo, en un simposio sobre el tema que se acaba de celebrar en Barcelona, el escritor francés Michel Houellebecq ha dicho que quien tiene un auténtico futuro turístico es Croacia y que España está en ese sentido de capa caída, que dentro de poco aquí sólo vendrán extranjeros jubilados a morir. A mí me parece que lo ha dicho mayormente para provocar, y que, si es así, la provocación le ha quedado un poco pobre o un tanto corta. Más provocador hubiera sido hablar de la actualidad (la provocación del crudo presente siempre será más rotunda que la del impalpable futuro). Hubiera sido más propiamente provocador referirse a los extranjeros que ya vienen aquí a morir, que para escapar de la muerte lenta del hambre que sufren en sus países se suben a una patera o cayuco a rebosar y encuentran la muerte rápida de los naufragios. Ya vienen los inmigrantes, nada ancianos por cierto, a morir ahogados en las costas de España o de Francia o de Italia. Y pronto irán a morir también a las costas de Croacia en cuanto ese país consolide su potencial turístico y, de ese modo, su bienestar económico.

Volviendo a los jubilados, no sé si van a ser el porvenir de la industria turística española, pero lo que es seguro es que van a ser nuestro futuro. No sólo porque todos avanzamos inexorablemente hacia la tercera edad, e incluso la cuarta, sino porque nuestra sociedad va a tener cada vez más un rostro y una mentalidad "maduros". Y yo tiendo a verlo no como una costosa fatalidad (pendiente del gasto sanitario o de las pensiones), sino como una buena oportunidad. Con los jubilados me pasa como con los turistas: me caen bien y prácticamente por las mismas razones. Los mayores no sé si son motores, pero desde luego son valiosos colaboradores de nuestra economía: ¿qué sería, por ejemplo, de nuestra productividad o de nuestra fuerza de trabajo sin la labor cuidadora de los abuelos/as? O ¿qué sería de nuestra industria cultural sin la gente de una cierta edad, que es la que más frecuenta los teatros, los museos, las salas de exposiciones o de conferencias? Y habría más ejemplos. Pero esta contribución económica no es el único valor de los jubilados. Ellos también nos aportan el reflejo de la anchura y la complejidad de lo humano. En estos tiempos uniformadores (¿qué futuro le espera a la memoria y al imaginario colectivos cuando hoy todos los niños se nutren de los mismos juegos, imágenes y productos?) lo que más aprecio de los mayores es su diversidad, la pluralidad de sus experiencias, de las fuentes de su memoria y de su vocabulario. Hace poco estaba yo en un parque de San Sebastián, leyendo. Se sentó a mi lado un anciano que traía, envueltas en un pañuelo, unas miguitas para los pájaros. "Tenía miedo de que desaparecieran", me dijo de pronto, "por lo de la gripe aviar. Pero aquí siguen, rozagantes". "Rozagantes", dijo, y esa palabra recuperada, ganada al olvido, desplegó sus alas y empezó a volar en mí, como un ave perfecta. Y hasta estas líneas ha volado.

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