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Reportaje:

Arquitecturas artificiosas

La cosa empezó en los años diez del siglo XX. Muchos burgueses adinerados y con pretensiones empezaron a complementar su veraneo, en el sitio de siempre, con algún viaje ocasional. Llegó a ser de buen tono desplazarse a un lugar nuevo, por un corto periodo de tiempo, y así es como se inventó el turismo. Este fenómeno social (y cultural) se diferenció del viaje tradicional cuando se estandarizó y se masificó: la cantidad produjo un cambio de calidad-cualidad. No es extraño que la demanda de aquellos primeros lugares de acogida fuese satisfecha con hoteles, casinos, chalecitos y balnearios concebidos en un estilo regionalista similar al que imperaba en las casas construidas para los veraneantes habituales más conspicuos. Aunque exagerando sus estilemas. La idea consistía en ofrecerle al consumidor un edificio que representara con claridad las cualidades más amables y seductoras del lugar (país o región) que había decidido visitar.

El pastiche autocomplaciente parece haber sido el aperitivo simbólico para servir a todas horas

De ahí (si nos referimos a Andalucía, por poner un ejemplo) los numerosos torreones "tipo Alhambra", las enormes rejas, las tejas policromadas, los azulejos de los zócalos, los arcos de herradura o las columnas salomónicas. No había nada contradictorio en mezclar elementos árabes, renacentistas y barrocos con otros ingredientes de la arquitectura vernácula. A fin de cuentas los clientes ideales no sabían historia de la arquitectura y lo importante era la evocación de un mundo, o su recreación fantaseada, mucho más que su fiel reconstrucción estilística. Sabemos que el regionalismo tuvo muchas repercusiones políticas, pero aunque se ha reconocido su papel en la cristalización de algunos nacionalismos periféricos, no parece haberse avanzado mucho en el examen ideológico de aquellas primeras arquitecturas del consumo masivo, que inventaron entidades simbólicas tan amables como artificiosas. El pastiche autocomplaciente parece haber sido el aperitivo simbólico para servir a todas horas.

España se libró de la Primera Guerra Mundial, y de ahí la larga continuidad entre nosotros de esta fase primera en la historia del turismo de masas. La dictadura de Primo de Rivera fue un tipo de fascismo, algo aligerado, todo hay que decirlo, porque el estilo oficial del régimen fue el popurrí del regionalismo. Resulta cómico imaginar al general y a su Estado Mayor rodeados de aquellos muebles seudoplaterescos (que el gracejo popular ha llamado de "estilo remordimiento"), en un hotel montañés, o yendo a un balneario, o a una plaza de toros morisquizante (no me atrevo a llamarla neomudéjar). El último coletazo de todo aquello, con el estilo escurialense (otro regionalismo castizo) convertido en la marca distintiva del Imperio Franquista, no sirvió, obviamente, para vehicular ninguna fantasía turística medianamente atractiva. Tampoco estaba el horno para bollos en el terreno político y económico, de modo que hubo que esperar más de dos décadas (desde 1936 hasta fines de los años cincuenta) antes de que pudiera volver a plantearse la necesidad de prestar cobijo e imagen a la segunda oleada del turismo.

Aquel mercado ya no era bur

gués ni sainetero sino que estaba compuesto por las clases medias de una Europa que salía, al fin, de las brumas de la posguerra. Muchos de los nuevos turistas eran simples oficinistas y obreros industriales que no podían perder tiempo ni dinero durante unas cortas vacaciones al sol, organizadas de un modo taylorizado, con presupuestos milimétricos. Para ellos se pensó la primera arquitectura "moderna" que se ha visto en nuestras costas. ¿Quién no recuerda el estilo de las piscinas de riñón y de los pilotis inclinados, con vagas alusiones a los edificios de Wright y de Le Corbusier? Aquella modernidad sincrética (que hemos denominado en otro lugar "estilo del relax") aunaba las formas ameboides, reminiscentes del surrealismo, con las disposiciones ortogonales que cabía esperar en un diseño pretendidamente racional. Se trataba, no lo olvidemos, de edificios que querían satisfacer de un modo eficiente los sueños estandarizados de millones de consumidores, procedentes de estratos populares.

Tal vez por eso aquella oleada

estilística no duró mucho y fue preciso sustituirla por otra más ajustada a las fantasías que las películas de ambientación "española" habían forjado en el inconsciente colectivo. España (con las Islas Canarias como puente entre las dos orillas del mundo spanish) aparecía como el epicentro de un sueño de sangre y sangría, arena de ruedo y de playa, ligue fácil y bajos precios. La arquitectura, pues, se hizo "popular", con muros encalados y chinarro, falsas espadañas y tapias con cactus. Mientras se rodaban en Almería los espaguetti westerns, se construían en la costa multitud de urbanizaciones, falsos pueblos para las vacaciones quincenales, chiringuitos y hoteles de un estilo más o menos andaluz, canario, ibicenco o lo que fuera. Aquel estilo "mediterráneo" fue exportado luego a otros lugares donde se quiso imponer el mismo modelo de desarrollo (Túnez, Grecia, Turquía...

), de modo que es preciso reconocer el importante papel jugado por España en la elaboración de los lenguajes arquitectónicos del turismo de masas. Fue entonces cuando se sentaron las bases de ese comportamiento especulativo que se acabó convirtiendo en un dato antropológico (un fenómeno costumbrista comparable al bandolerismo de la época romántica). Quiero mencionar también la estrecha vinculación de la fase de los años sesenta con el mundo del pop art. Y no me refiero sólo al hecho de que aquel turismo se apoyase ya en una nueva iconosfera mediática, con la televisión como punta de lanza, sino a otra cosa más compleja que formularé con una pregunta: ¿podemos poner en paralelo a las clónicas urbanizaciones seudopopulares de la costa con las coetáneas cajas de Brillo, de Andy Warhol?

No hay que escandalizarse. Si Venturi, hace unas décadas, nos invitó a aprender de Las Vegas, ya es hora de que saquemos nosotros las lecciones arquitectónicas y morales que nos enseñan nuestras costas. La última oleada (o más bien tsunami urbanístico) ha sido básicamente "posmoderna". En un mundo globalizado parece lógico que se detecte la retroalimentación de influencias, con el regreso a nuestros lares de ecos arquitectónicos de lo que habíamos lanzado antes a otros países mediterráneos. ¿Cómo explicarnos si no la proliferación de cúpulas árabes, celosías, aleros enfáticos y otros detalles de este nuevo eclecticismo? Se diría que hablan de la España mora, un asunto recurrente. Pero no es lo mismo que hace cien años. El grotesco desenfado de las nuevas apropiaciones estilísticas no tiene el aire algo candoroso de las oleadas anteriores: es más enfático, más invasivo. Su abierto descaro parece poner el acento sobre el triunfo apoteósico de la impunidad.

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