Pactemos por el territorio
Tras decenios de escandaloso abandono, con un mercado glotón y desconsiderado con los valores objetivos del territorio, hemos entrado en la efervescencia de quien lo quiere hacer todo ya y al mismo tiempo. Ajenos en las consideraciones de política a una auténtica ordenación territorial, lejana ya la planificación indicativa del desarrollismo, con ecos difusos de la Ley del suelo de 1975, menos urbanística y más globalizadora que normas anteriores, la democracia no aportó grandes cosas en este campo. Bueno, algo sí: la transferencia de estas competencias a las comunidades autónomas. Vistos los resultados, y pese a quien pese, las políticas globales y sistemáticas sobre el territorio no han sido, de hecho, una prioridad, revelando una miopía prospectiva alarmante. Y algo más grave aún: ese desdén en la jerarquía de objetivos ha sido perfectamente compatible con la prodigalidad legislativa, es decir, ineficiencia pura.
Galicia, tan pegada históricamente al atraso, vive en estos momentos un cierto frenesí, aparentemente reformador, en el ámbito local. Pero hemos de reparar en que ese afán no sólo es necesario, sino imprescindible. Mientras en otras latitudes el arreglo territorial está encauzado y permite tomar aire para pasar de los problemas a las potencialidades, aquí mareamos la perdiz. El modelo geopolítico territorial de la Galicia del siglo XXI tiene que empezar sentando las bases de lo que debería parecer obvio. Así, en las aglomeraciones urbanas no podrán seguir coexistiendo estructuras municipales arcaicas por su tamaño y funciones, frente a un continuo de problemas que requieren un enfoque más supralocal. Es ahí donde, además, se agravaron los problemas por una concepción del urbanismo ajena a los datos de la movilidad. La falta de neutralidad entre urbanización y transporte sólo genera costes y malestar entre los ciudadanos que viven en un lugar y trabajan en otro. Por no hablar de otras dificultades bien conocidas, ligadas al tamaño municipal.
¿Y qué decir del mundo rural? Pues que los ayuntamientos, despoblados y sin recursos, vegetan a duras penas, manteniendo precariamente su burocracia y poco más. Pero sumar pobres, fusionándolos, no va a garantizar gran cosa. Otros auxilios, seguramente en forma de organizaciones diferentes, habrán de llegar. Y así aparece el debate de las diputaciones, que hoy por hoy prestan servicios de interés a los pequeños municipios, pero que más allá tienen poco sentido, habida cuenta, por otra parte, de que viven en una más que relativa ilusión fiscal ciudadana. Es decir, y simplificando, gastan, pero no cuestan. Si es inevitable, como creo, la reorganización del mapa local gallego, se impone un pacto político para hacerla desde la perspectiva de la simplificación.
Al final del proceso, los ciudadanos habrán de disfrutar de mejores servicios, más adaptados a sus circunstancias personales y territoriales, sin enmarañar el país con múltiples estructuras disfuncionales. En ese pacto, los partidos han de practicar la generosidad de renunciar a rentas de situación, porque ya se sabe que cuantos más puestos, menos problemas para colocar a los políticos próximos. Si hacemos comarcas de verdad, han de desaparecer las diputaciones. Si diseñamos aglomeraciones metropolitanas, los entes locales que permanezcan adelgazarán en su burocracia. Y todo ello huyendo del tufillo tecnocrático, porque la falta de democracia ha demostrado por el mundo adelante que es una especie de termita que acaba erosionando la legitimidad de las nuevas instituciones.
Por último, sería recomendable no empecinarse en fusionar municipios. La adhesión a la memoria del lugar, la socialización histórica que algunos siguen recordando en la parroquia, supondrán obstáculos insidiosos en la reordenación espacial. Vayamos a fórmulas flexibles y no abramos guerras de Cuspedriños de arriba contra Cuspedriños de abaixo, legislando con convicción y sin autoritarismo. Vistas las experiencias internacionales y leyendo a algunos expertos domésticos, uno recuerda a Groucho, lo del diagnóstico falso y los remedios equivocados. No hay nada peor que un sabio a destiempo, y cómo abundan.
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