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Reportaje:

Escuela de paz

Voluntarios de ocho países participan en un campo que estudia los restos de la batalla del Jarama en Rivas-Vaciamadrid

Estudiar la guerra para aprender la paz. Construir trincheras para asimilar la convivencia. Es lo que hacen los voluntarios que participan en la segunda edición del campo internacional Una batalla con nombre de río en Rivas-Vaciamadrid. Vienen de Canadá, México, Eslovenia, Rumania, Alemania, Francia, Polonia, Asturias y Zaragoza: una brigada internacional de 25 voluntarios. Durante dos semanas se quedan en la ciudad, situada a 15 kilómetros al sur de Madrid, con sus 54.000 habitantes. Se mueven por los campos secos, las laderas sembradas de olivos que fueron el escenario de los feroces combates de la batalla del Jarama, en febrero de 1937, y luego de un frente asentado y tenso. Republicanos y franquistas estuvieron ahí dos años, mirándose, esperándose, muertos de calor y de frío, tan cercanos que se podían pasar el tabaco.

"Comprobar lo duro de la trinchera es el mejor antídoto contra la guerra", dice Dorothea

Pero la brigada internacional de 2007 no dispara ni un tiro. Los voluntarios, que tienen una media de 23 años, catalogan restos de la batalla, se reúnen con veteranos, recorren fortificaciones. En una parcela municipal, sobre una leve ladera, construyen una trinchera: un fortín con punto de mira para ametralladoras, un blocao (puesto defensivo de fusileros), caminos cubiertos y un serpenteo de zanjas. Al fondo, un poco apartada, la letrina. Jacinto Arévalo, de Gefrema, asesora esta obra de arquitectura bélica: "Estudié los 20 kilómetros de trinchera que todavía quedan en esta zona, entre Rivas-Vaciamadrid, Morata de Tajuña, San Martín de la Vega y Ciempozuelos", explica. "Llevaremos aquí grupos de institutos y colegios, para que toquen con la mano lo que fue la guerra". Los participantes, en su séptima jornada de trabajo, colocan los últimos sacos de tierra.

"Es el antídoto más eficaz contra la guerra", dice Dorothea Draser, que tiene 30 años y llega desde Bucarest. "El polvo, la tierra y el calor son agotadores. Esta experiencia me ha enseñado que siempre merece la pena vivir en paz".

¿Qué empuja a un joven a pasar 15 días de vacación excavando una trinchera por una guerra que acabó hace 70 años? Observada desde los chalés, que trepan la colina más allá de la alambrada, la escena parece un poco anacrónica. Un joven con pelo a la moda y perro por la correa se acerca al recinto: "¿Esto que es?". Se lo explican. "Ah", resopla por toda contestación y reanuda su camino.

Hugo Navascués nació en Rivas hace 28 años y coordina el campo por la Concejalía de Juventud. "La amistad que brota entre jóvenes de todos los rincones del mundo es algo impactante", dice apoyado en una pala. "Entonces no se pusieron de acuerdo, tenemos que hacerlo nosotros ahora". Stephan Kopchynski, de 20 años, piensa lo mismo. Pero lo dice en inglés, pues es canadiense: "Algo profundo nos une a pesar de que llevamos juntos sólo 10 días". Ha llegado a Rivas desde los grandes espacios helados del país norteamericano, sufre bajo el sol con gafas negras y gorro de paja: "Lo hago porque soy pacifista".

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El objetivo del campo es también lograr documentación de la Guerra Civil en la zona. La memoria es algo que hay que cuidar. Es algo que necesita una oportunidad contra el olvido y la ignorancia. "No es olvidando como se aleja una herida. Sin embargo, las instituciones han tendido un tupido velo", evalúa Jacinto. El Gefrema tiene el proyecto de defender los monumentos, como fortines de hormigón o fortificaciones que aún siguen en pie, pero no encuentra el amparo de las instituciones. "Sólo el Ayuntamiento nos está ayudando", dice Julián González, otro asesor del grupo. Con el patrocinio municipal financian comida, alojamiento, seguro y transporte a los chavales, que pagan 75 euros para toda la duración del campo.

Moritz Krawinkel viene de Francfort, estudia sociología y milita en un grupo antifascista. "Me fascina la Guerra Civil española porque en mi país no hubo resistencia ninguna en contra del nazismo. Aquí hombres y mujeres tomaron las armas para resistir: merecen mi respeto". A su lado está Agnieszka Yanuszkiewicz, polaca de 20 años. Pantalones cortos y camiseta de tirantes, ojos azules concentrados en el saco de yuta que rellena de tierra. "Tras la guerra, en Polonia se instauró el régimen. Igual que en España. Pero no era fascista, sino comunista". Su madre, con 25 años, tuvo que escapar y vivió escondida durante mucho tiempo. Sobre el portal de su casa, Agnieszka tiene esculpidas una gran hoz y martillo. "Estoy aquí porque el futuro puede ser mejor que el pasado". Moritz y Agnieszka se han enamorado. Él alemán y la polaca. Se miran y se ponen colorados. Un hechizo de la historia.

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