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Columna
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Libro de verano

¿Se lee más en vacaciones? Aventurado atribuir esa inclinación, placer o acicate a situaciones ajenas a la diaria actividad. Contemplando una playa, una piscina, o cualquier lugar estival de reunión, la lectura aguanta mal la compañía, la promiscuidad. Quizás algún sabio o erudito que se pierde en los vericuetos del bosque, afirmando las posaderas en el tronco ergonómico de un árbol talado, disfrute de las delicias de la filosofía, el ingenio o la imaginación. En lugares poblados lo más que se ve es el despedazado diario local o, desmayada junto a la mano perezosa, la entreabierta novela que ojea la bañista o la postura indecisa del jubilado.

Por azarosa gentileza de su autor, he tenido en mis manos y ha sustentado mis gozos un curioso libro de atribución indefinida. Cuando lo comencé, me pareció uno de los más disparatados y al terminarlo, días después, tuve la impresión de que se llevaba la palma del despropósito.

La lectura aguanta mal la compañía, la promiscuidad

Planea en sus páginas un abrumador ahínco científico para no demostrar otra cosa que la posible inanidad. Campa el sentido de la extendida tropa que utiliza el papel, la pluma y la tinta, para enfangarse en teorías científicas, literarias y artísticas trufadas de consideraciones didácticas y referencias plúmbeas que, de repente, dibujan una pirueta retórica. Desagua el corolario justo al lado de donde cabría esperar el final de su desarrollo.

Se trata de un tomo hace poco impreso sobre El mundo perdido de los oparvorulos del que es autor el pintor y escritor Enrique Cavestany. Lo editan la Fundación Antonio Pérez y la Diputación de Cuenca, ese tipo de instituciones culturales semiclandestinas que se mueven con sigilo y delicadeza al amparo del talento y la generosidad de algunos hombres y mujeres que entregan lo más bruñido y celado de su inteligencia sin esperar mejor recompensa que el alboroto delirante de la fantasía. Poco tiene que ver con el mecenazgo que suele presentar las escurriduras financieras de los poderosos. Aquí no se da una parte, sea ésta pequeña o sobresaliente, sino todo o casi todo.

Libro cuidado con amor, impreso e ilustrado con el aire de los panfletos herboristas, con láminas de impecable reproducción, cartas geográficas, esquemas, diseños fantásticos. En una página aparece la figura mortecina y triste de un oficial con tabardo de caballería, junto a la reproducción de estatuas, maquetas, máscaras, óptima iluminación de la fingida cultura de la que trata el libro.

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Va bien escoltado con textos de Alberto Corazón que con tanta sustancia ennoblece el sentido de unas cosas que tenían otro distinto. Le pone otra orla un escritor cuyos ojos han visitado todas las esquinas y que vierte su comprensión en las páginas de los diarios y los libros: Rafael Fraguas, viñador de gestas que recoge con la mirada, el bolígrafo o almacena en una guitarra rumores memorables.

Enrique Cavestany pertenece al género de inventor de inventos. Con caudal perseverancia refiere, tras la máscara de la seriedad dogmática, cuáles hubieran sido o debido ser los albores de nuestra Comunidad de Madrid. El periplo, la navegación, la ciaboga hacia la ultrahistoria comienza en la revelación que el capitán Telefeusa del Río experimenta en la Cuesta de Moyano. Por los riachuelos de la Sierra emprende una sorprendente singladura que sortea el Priorato de Alcobendas, el Principado de Alcorcón y los Carabancheles. Toma nota de la imprevista flora, la inimaginable fauna y el paisaje mineral, con la bergante precisión de los botánicos.

Cita contemporánea del artista conceptual Solinos o el episódico Txotxolo III, que pagó "con la vida su amor por las artes plásticas y visuales, mientras el apropiacionismo triunfante sienta sus reales en el más emblemático testimonio de la cultura y arte de los primitivos oparvorulus". No me digan que el párrafo desmerece en un texto premiado por el CSIC e incluso en un Príncipe de Asturias.

Creí advertir un destello sublimado de algo que leí en la remota juventud, los Viajes morrocotudos, en busca del triphinus melancholicus de Juan Pérez Zúñiga, que no le llega a éste ni a los calcañares. O las retahílas criollas gastronómicas de Alejo Carpentier. Un libro de verano, con cuya lectura nos burlamos de nosotros mismos, especial para madrileños ociosos, delicia imposible y tramposa cuando parece que hay que pensar y lo que toca es sonreír. Supongo que pueden ustedes obtenerlo en Cuenca, que tampoco es Los Ángeles.

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