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Fallece el presidente del Grupo PRISA
Columna
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La dignidad

Juan Cruz

Cuando Aznar decidió obedecer la consigna de algunos de sus periodistas afines y comenzó la persecución de Jesús de Polanco y del equipo directivo que estaba al frente de PRISA, en 1997, era todavía el mes de febrero; la televisión estatal que controlaba el Partido Popular desde el Gobierno repitió hasta la saciedad la imagen de Jesús, abrigado con su abrigo de color beis, sacando del bolsillo interior de la chaqueta su carnet de identidad; de manera implacable, e innecesaria, la televisión gubernamental y los otros medios afectos -y, al frente, el que publicó las normas para perseguir a PRISA a partir del llamado caso Sogecable- repitió esa imagen como si estuviera ejerciendo una ejecución pública sumarísima.

El delito de Polanco, y de los suyos, había sido consolidar una empresa periodística de firme implantación profesional, dotada de todos los contrafuertes éticos que eran inéditos en España, con un buque insignia, EL PAÍS, que llenaba de orgullo al empresario y que constituía, y constituye, una contribución de primera magnitud a la modernización y la democratización política de este país.

En función de esa manera de estar en la empresa y en el periodismo, con un respeto absoluto por la dignidad de los profesionales, EL PAÍS y las empresas de PRISA habían informado y seguían informado de un modo que unos y otros -los que estaban en el poder, los que estaban en la oposición- siempre hallaban incómodo. Había pasado con el Gobierno socialista de Felipe González, que no soportó las posiciones de este periódico con respecto al referéndum de la OTAN y declaró una guerra sorda y también explícita hacia lo que representaba y lo que hacía EL PAÍS, y sucedió con el Gobierno naciente de Aznar; en la creencia de que la conducta de este periódico y de las otras empresas de PRISA había impedido un más temprano acceso al poder del Partido Popular, este partido y sus huestes afines instruyeron una causa general contra Polanco.

El empresario fue zaherido primero y encausado luego; el final de aquel proceso, que acabó con el juez prevaricador Javier Gómez de Liaño procesado y condenado (le dijo a un escritor premiado el director de El Mundo: "Nos ha costado más tu premio que el indulto de Liaño"), fue una victoria de la dignidad y del rigor empresarial, frente a la maledicencia y a la maldad, que afectó no sólo al empresario y a sus principales directivos, sino también a los numerosos trabajadores del Grupo PRISA.

Pero en Polanco aquella persecución tuvo el efecto de una enorme herida moral, que mostró con melancolía y extrañeza. Pasó aquel invierno terrible en que las imágenes le hacían subir y bajar virtualmente por las mismas escalinatas obsesivas, y vino una primavera en la que él que tuvo la solidaridad de algunos amigos muy fieles (y todos los que tuvo lo fueron), que acudieron a su lado, en Tenerife, a ayudarle a vivir, sin duda en silencio, porque Polanco era un hombre reservado en sus éxitos y en sus fracasos, aquel periodo de falaz incertidumbre. Recuerdo allí, en el hotel Jardín Tropical, junto a Leopoldo Rodés, a Carlos Fuentes, a Plácido Arango..., en su rincón favorito, frente a La Gomera, en medio del mar de la primavera isleña, cómo aquel hombre vital y luchador, sandunguero cuando tocaba, cantante cuando la ocasión lo merecía, bailón hasta el amanecer, adormecía las horas de su extrañeza con un semblante de hondo pesar, el pesar y la rabia de los que asisten perplejos a la persecución que no entienden.

Me senté a su lado y le hice alguna pregunta, esbocé alguna frase con la que quería indagar en su estado de ánimo. Él era solícito; decía que estaba un poco sordo, siempre lo estuvo un poco, decía, y por tanto adelantaba su oído y su cuerpo para escucharte, así que en ese momento volvió a indagar sobre mi pregunta y mi frase, y después respondió, la cara como ensimismada aún:

- Ya ves, aquí. Jamás podrán contra este paisaje.

Le vi muchas veces, en alegría y en perturbación; le vi enrabietarse por la falta de rigor y también por la falta de respeto; y fui testigo, en incontables ocasiones, de cómo salvaba las calumnias para preocuparse de las grandezas, que en su caso eran también las cosas a las que otros no daban importancia; era un hombre de detalles, un hombre digno que no permitía que nadie se aprovechara fraudulentamente de los medios que él ayudó a construir; su indignación, las veces que la percibí, venía de ese uso irrespetuoso del poder de la prensa y de los medios, realizado por periodistas propios o ajenos. Y cuando le vi alegre seguramente era porque alguien de su entorno tenía un éxito; entre sus momentos más amargos se contaban los que afectaban a otros; pedía perdón por estar mal, y eso hizo en su última aparición pública, en la Embajada de Chile, cuando el Gobierno chileno le otorgó su más alta distinción... Le vencía el dolor que le acompañó implacable en los últimos momentos de su vida, pero él pedía disculpas por dolerse así en público.

Era digno y pudoroso; he encontrado a lo largo de mi vida a alguna gente así, y ahora que ya escribo de él en pasado siento que alguien mucho más cercano, más íntimo, que un empresario que hizo tanto por las empresas que creó, y por los que trabajamos con él, se está yendo definitivamente. Se está yendo alguien mucho más íntimo, cuyo ejemplo civil es mucho más largo, sin duda, que ese dibujo mezquino que este país, que alguna gente de este país, quiso hacer de él.

El último viernes por la mañana le escribí una nota personal; ya no respondía al teléfono, y debía ser para él, tan atento comunicante siempre, una enorme tristeza dejar así de atender a sus amigos o a sus conocidos; y le escribí una nota en la que le contaba una reunión muy emocionante a la que yo acababa de acudir, con su hija Isabel, que está al frente de Santillana. Allí estaban algunos de los autores de su grupo, desde Javier Marías a José Saramago, y había un buen grupo de editores de América Latina y de España, que construyeron juntos un conglomerado editorial al que yo pertenecí una vez. Con el orgullo de los buenos recuerdos, le agradecía a Polanco que una vez y muchas veces apoyara la locura que significó creer que la literatura de las dos orillas se encontrara para reivindicar la creación en español.

Era un apunte de felicidad y de orgullo; mientras iba escribiendo la carta, y su apostilla, "ojalá nos veamos en verano en Tenerife", me fui dando cuenta de que también estaba ensayando, fatalmente, una despedida que deja en mi semblante aquella melancolía rabiosa que él mismo exhibía allí, en mi tierra que él consideró suya siempre, ante el mar inquieto de la primavera del sur.

Lo siento de veras, y siento de veras que tanta gente se haya quedado sin saber qué español, qué gran tipo, qué ciudadano digno acaba de desaparecer. Y qué rabia da saber cuál es el origen y el fin de los que trataron de nublar, con tanta contumacia como injusticia, la dignidad con la que fue haciendo su vida Jesús de Polanco.

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