Poesía y poder
PARECEN PALABRAS encontradas; antónimos que se ignoran, se niegan, se contradicen. Pues no. Al menos no van por ahí los tiros del final -largo final- de la legislatura. Todavía estamos a tiempo de hacer posible, y además demostrarlo, que poesía y política no tienen que ser enemigos. En el pasado, los poetas pasaban por la milicia, por la Iglesia y unos pocos conseguían llevarse bien con el poder. Muy pocos los que lo ostentaban. Eso era el pasado. Ahora, en la España de Zapatero, y bajo la querida advocación de sus/nuestros santos laicos -digamos que en los altares mayores están María Zambrano o Antonio Gamoneda-, y sabiendo buscar en los claros del bosque, rompiendo silencios y venciendo los fríos de antaño, los poetas de las ínsulas extrañas, después de un largo y tortuoso camino, están tomando el poder.
Molina empieza a ejercer con firmeza y sorpresa. Le noto muy lanzado, espero que con renovadas lanzas
Esas cosas pasan por bajar la guardia. Los otros, que estaban tranquilos, como aquellos mayores que se entretienen mirando a las nínfulas en sus playas. Así, ¡zas!, pasa lo que pasa. Y llegaron al poder. Discretamente y en silencio, la del alba sería, cuando todo fue mudanza. ¿Quién dijo que eran tiempos revueltos? No hay que fiarse de las frases hechas. Ni de la experiencia. Todo cambia, se transforma y encuentra su camino de Santiago.
Bienvenido César Antonio Molina al Ministerio de Cultura, el primer poeta ministro. Muchos se alegraron, algunos lo celebraron, otros se sorprendieron y algunos tuvieron la sensación de ser unos castigados sin postre. No es fácil el consenso. Como observador, como lector de poesía, desde hace tiempo me di cuenta de que es más difícil que los frentes poéticos hagan un armisticio que ver a Calixto Bieito dirigiendo a Plácido Domingo. Digo, es un decir.
Conozco al nuevo ministro hace años. He seguido sus libros, sus cargos, sus aciertos y también algunas de sus preocupaciones. Creo que será capaz, es un hombre tranquilo, un buen tipo -como dice el cervantista de Manhattan, Eduardo Lago-, de moderar sus fobias, incluso sus filias. Pero también es verdad que el poder comienza a ejercerlo con firmeza y sorpresa. Le noto muy lanzado, espero que con renovadas lanzas, deseo que algunas no sean aquellas herrumbrosas que conocimos. Me descoloca que después de silencios, sonrisas y buenas palabras sea capaz de dimitir, sin temblores ni falsificadas palabras, a Campos Borrego, director general del INAEM. Quizá la de menos polémica, la de mayor consenso, de sus direcciones generales. Sorpresa mayúscula. Al menos tanta como fue para Carmen Calvo enterarse del fin de su ministerio. Ciertamente, ningún general se lanza a la guerra sin sus coroneles. Ha dejado bien claro que no debemos confundir poesía con ausencia de mando. Un ministro de Cultura, primero es ministro, después poeta.
Recuerdo que hubo un intelectual en el Ministerio de Cultura. Era, es, una de las referencias de la gran cultura europea. El parisiense / madrileño Jorge Semprún. Su paso por el ministerio fue breve, pero, para muchos, nada inútil. Recordaba Semprún que fue André Malraux el que dijo que un Ministerio de Cultura "es un lujo inútil si no se les puede dar a los ministros un presupuesto decente y tiempo para trabajar". Semprún, más allá de la comprensión de Felipe González y de Carlos Solchaga, no tuvo ni tiempo, ni presupuesto. En su haber, él mismo destacó que "lo más importante fue haberle puesto un cascabel político a Alfonso Guerra, haber denunciado la cultura arrogante y arcaica de aparato que él encarnaba mejor que nadie". Para el ministro / escritor, que contó sus experiencias en forma de libro, lo más urgente era acabar con la cultura de aparato. Aquel libro se convierte ahora en guía para perplejos y en lectura obligada para prosistas, o poetas, que lleguen al poder: "Federico Sánchez se despide de ustedes". Con placer saludamos al nuevo ministro en la última fiesta cultural de la temporada. La madre de todas las fiestas de los veranos de la villa más o menos socialista. Es el penúltimo refugio de una ciudadanía que no quiere ser cautiva, desarmada ni desarbolada.
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