Mil columnas en línea recta
Apamea, una ciudad siria perdida entre campos de cereal
Junto a Qalaat al Mudiq están las extensas ruinas de Apamea. La ciudadela del desfiladero, que eso quiere decir en árabe Qalaat al Mudiq, está colgada de un alto promontorio. Fue un codiciado castillo que cambió de bandera muchas veces. Ahora ha sido tomado por cientos de casas destartaladas adosadas a los gruesos muros. A los pies de la empinada ladera, en una especie de valle, ha crecido en las últimas décadas una nueva ciudad extramuros. Lo que tiene de sinuoso, triste y secreto el viejo Qalaat al Mudiq, este joven poblachón lo tiene de alegre, comercial y abierto. Cientos de tiendas se apilan en la avenida principal, por donde, en las mañanas, es difícil transitar. Para subir hasta la ciudadela y llegar a la meseta donde se desparrama Apamea hay que encontrar la carretera. No está señalizada y, entre el laberinto de vías que convergen en la principal, es muy fácil perderse. Finalmente, alguien nos lo indica. La subida es curvilínea y angosta. Dejamos a la derecha la fortaleza por cuyas puertas y murallones juegan infinidad de niños y, ya en el altiplano, continuamos unos pocos kilómetros más hasta situarnos en una extensión indefinida.
Enclave de paso para las caravanas, su fundador, un general de Alejandro Magno, le puso el nombre de su esposa. Las ruinas que hoy bordean la calle principal, o Cardo Máximo, son de origen romano.
Hemos alcanzado una de las muchas ciudades perdidas de Siria. Apamea, a diferencia de Palmira, no está en medio de un desierto, sino dominando el valle del río Oronte y la llanura del Ghab. El coche lo dejamos a la entrada de un pequeño bar de carretera y vamos caminando hasta la Puerta Sur, a los pies del Cardo. Entre la Puerta Sur y la Puerta Norte hay dos kilómetros de distancia en una línea recta perfecta. El enlosado blanco perdura casi en su integridad, así como montones de hileras de altísimas columnas nuevamente levantadas a partir de las primeras excavaciones llevadas a cabo desde los años treinta del pasado siglo. La perspectiva es extraordinaria. Estas piedras, estos huesos, estos esqueletos de formidables arquitecturas desafían orgullosos las inclemencias del tiempo. Los arqueólogos devolvieron a su sitio buena parte de las más de mil columnas que yacían esparcidas y semiocultas entre grandes terrones. Los tambores nuevamente entrelazados y puestos en pie conservan la arrogancia y esbeltez que sólo otorgan los siglos. Para evitar la monotonía de estas moles, los arquitectos las diseñaron con diversos y variados relieves. Así, diferentes hileras se asemejan a ramas de palmeras o a gruesos troncos de olivos podados. Casi todos los capiteles son de estilo corintio. La proporción establecida entre la largura del Cardo, la anchura de la vía (unos 37 metros) y la altura de los edificios nos da idea de la relevancia de Apamea.
La ciudad resistió a su abandono hasta el siglo XII. Luego, los diferentes terremotos la hicieron inhabitable. Fueron ellos quienes destruyeron los edificios y no la mano del hombre. Luego, Qalaat al Mudiq se benefició de esta cantera ya sajada y pulida. Griegos, persas, romanos, bizantinos, cruzados, musulmanes..., todos pasaron por aquí, por la antigua Pharnake. Después de la batalla de Issos, en el 333 antes de Cristo, ganada por Alejandro Magno, el vencedor la renombró como Pella. Era el nombre del pueblo natal de su padre, Filipo de Macedonia. Tras la victoria de Seleucos I en Ipsos, en el 301 antes de Cristo, se la denominó como Apamea, el nombre de la esposa del vencedor persa.
¡Cuánta vida debió de albergar este Cardo! Apamea, en sus mejores tiempos, llegó a superar los 200.000 habitantes. Contemplo a mi alrededor ingentes campos baldíos aún pendientes de ser desenterrados. A la izquierda de nuestro paseo, apenas asoman unas cuantas piedras vergonzosas que señalan el espacio en donde estuvo uno de los teatros más grandes de la antigüedad. Al otro lado del Cardo, el derecho, se encontraba la Catedral del Este. En una de sus más famosas capillas, conocida como de los mártires, se custodiaba una reliquia de la Cruz de Cristo. Por esta misma senda descubro el Triclinio, un edificio que dispuso de un centenar de habitaciones con patios interiores. Los suelos estaban cubiertos de bellísimos mosaicos. Algunos de ellos, como, por ejemplo, Las amazonas cazadoras o Sócrates y seis de los siete sabios de Grecia, están conservados en el museo local, sito en lo que otrora fue el Khân, la antigua posada para las caravanas.
Una docena de visitantes
El tiempo lo equilibra todo. Templos, palacios, edificios civiles, tiendas..., todo daba vida a esta calle mayor del orbe. Me detengo de nuevo y me dispongo a contar cuántos la estamos pisando. Apenas una docena de personas. Los rótulos siguen señalando el templo de Zeus Belos, donde había oráculos; el templo de las Ninfas; el Ágora; el Tycheion, o templo de la Fortuna; el Pilar báquico decorado con motivos alusivos: tirsos, viñas, pámpanos. Sobre éste reposaba uno de los arcos que dominaban la desembocadura de una de las calles laterales, en la arteria principal. Más allá, cerca ya de la Puerta Norte (la de Antioquía, el nombre del padre de Seleucos), se levantaba una gran columna votiva sobre un zócalo triangular de 14 metros de alto. Indicaba la intersección de la gran avenida con una importante calle transversal. La Puerta Norte está casi en pie conservando un difícil equilibrio. La atravieso y, un poco más allá, choco contra un montículo inexpugnable. El recorrido termina aquí, aunque la ciudad se extiende ahora ciega.
Regresamos lentamente por el Cardo y nos confundimos con un grupo de estudiantes árabes que acaba de desembarcar de un autobús. Otrora había en Apamea elefantes, camellos, yeguas, caballos y abundancia de bestias salvajes. Alejandro, Cleopatra, Septimio Severo, Caracalla y tantos otros seres anónimos pasaron por aquí. Sus sombras atravesaron estos decorados rasgados. Aún permanecen algunas ideas surgidas aquí. En Apamea floreció el monofisismo. Las iglesias orientales no aceptaron los acuerdos del Concilio de Calcedonia (año 451) sobre la doble naturaleza de Cristo.
Contemplo de nuevo Apamea desde la Puerta Sur. Las hileras de columnas sin equilibrio con los frisos desencajados parecen soportar el cielo. Ya no tienen mejor función que la de sostenerse a sí mismas. Todo lo bello lo es por sí y termina en sí mismo, sin considerar el elogio. Una belleza sólo útil a los ojos de quienes la contemplamos, sin explicación. ¿Cuántos cientos de ciudades muertas, abandonadas o perdidas habrá aún en el mundo? En todas las que conozco, he buscado mi antigua casa, aquella que abandoné voluntariamente. "El que ama lo más profundo, ama lo más vivo", nos recuerda Hölderlin. En Apamea, delante de la larga hilera de columnas estriadas que por la noche sólo sostienen a las estrellas, pienso que el tiempo sin principio ni fin es ahora. Y ya pasó.
Definitivamente dejamos atrás estos campos yermos y bajamos a visitar el Khân. Entramos al gran patio a través de un arco gótico. Un guarda nos deja el paso franco. Aquí no hay ni un alma perdida. En otras épocas albergaron estas estancias a miles de personas y ahora son tan sólo un depósito de mosaicos, cipos, estelas y objetos. Más que un museo arqueológico, parece un desván del tiempo pasado. El guarda se queja de las pocas visitas, y conduciéndonos hasta el centro del patio nos indica unas amplias escaleras por si queremos descender al aljibe. Donde estaban las habitaciones, ahora yacen extendidos en los suelos los bellísimos mosaicos de Apamea. De pronto descubro el retrato de Sócrates, el hijo de la comadrona. Lebreles, amazonas, ciervos, animales salvajes corren y saltan, atacan y huyen, se esconden tras árboles de ricos frutales. Cuando los miro parecen volver a tomar vida. Cae la noche sobre el Khân, cae la noche sobre las murallas, sobre la ciudadela, sobre el ágora, sobre los baños y los sarcófagos: "... todo fluye con inquietantes misterios / de campos de tiempos antiguos". Y con Rimbaud emprendemos la marcha bajo el ojo de la noche que gobierna el silencio de las caravanas perdidas.
César Antonio Molina es ministro de Cultura.
GUÍA PRÁCTICA
Prefijo telefónico- 00 963.Cómo ir - Syrian Airlines (915 47 99 39 y 933 42 88 90; www.syriaair.com) ofrece vuelos directos a Damasco desde Madrid, ida y vuelta, por 681,48 euros, precio final.- Para llegar a Apamea conviene coger un autobús desde la ciudad de Hama (a 55 kilómetros de Apamea). - Catai (www.catai.es; en agencias) incluye, por ejemplo, Apamea, Damasco y Alepo, en un viaje de ocho días desde Madrid y Barcelona, a partir de 1.164 euros por persona.Información- www.visit-syria.com.- Ministerio de Turismo de Siria (www.syriatourism.org).- Oficina de turismo en Damasco (112 21 01 22).
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