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En el Vaticano, la Educación para la Ciudadanía sobra

El artículo 11 de la Constitución canovista de 1876 consideraba a la Iglesia católica como "Iglesia oficial" del Estado. La hegemonía católica ha sido casi total en la historia de España. Esa hegemonía se iba robusteciendo, además, gracias al hostigamiento y hasta la persecución cruel de disidentes, herejes, reformistas, infieles, agnósticos o ateos. Manuel Ayllon, prestigioso arquitecto madrileño, acaba de publicar un espléndido retablo en torno a la época de Felipe II. Se titula La conjura de El Greco y resulta, en su conjunto, fascinante.

Narra el autor que "Bartolomé de Carranza, fraile dominico y arzobispo primado de Toledo, era ya un hombre viejo (...), que llevaba los últimos 13 años de su vida sometido a procedimiento inquisitorial y encarcelado. Era, sin duda, el clérigo más brillante y honesto de entre los que ceñían mitra en España y esa rectitud era (...) la que le había llevado a dar con sus huesos en la cárcel (...). En su proceso se mezclaban acusaciones de herejía, de encubridor de luteranos, de protestante encubierto, de amigo de iluminados y, sobre todo, las enemistades de cuantos como el Inquisidor General (...) y tantos más que formaban en las filas de los partidarios de la línea más dura de la política española, los amigos del duque de Alba, querían suprimir la influencia política y religiosa del dominico y sus amigos".

Durante el franquismo, la Iglesia se sentía cómoda. De la transición acá, no

Y es que, salvo excepciones honorables como las del mencionado arzobispo -quien fuera acusado por el Tribunal del Santo Oficio de llevar a la práctica muchos preceptos que Cristo predicó en el Sermón de la Montaña-, ese poder omnímodo de la Iglesia se ha desarrollado tradicionalmente en connivencia con los sectores ultramontanos de la política. ¿Quiénes serían ahora los amigos del duque de Alba? No resulta exagerado aventurar que esos amigos serían dirigentes del PP.

Las modificaciones que se intentaron hacer del artículo 11 de la Constitución de Cánovas del Castillo -que impedía la libertad de conciencia y de culto- chocaron con la pétrea resistencia de los jerarcas eclesiásticos. En 1913, una entrevista entre Alfonso XIII y Gumersindo de Azcarate, un republicano moderado y de gran prestigio intelectual, pareció que abría algunas puertas a la esperanza. Fue otro intento fallido. La Iglesia no se ha mostrado nunca predispuesta a renunciar a sus privilegios. En 1923, poco antes del golpe de Primo de Rivera, se aprobó una reforma constitucional. No se pudo llevar a cabo, entre otras razones por la intromisión eclesiástica. En cambio, la mayoría de los obispos y clérigos reaccionaron con perceptible alborozo ante la dictadura.

A día de hoy, los enfrentamientos entre la Iglesia y el Gobierno se suceden a menudo. La Iglesia dispone de una potente cadena radiofónica, dedicada a bombardear por tierra, mar y aire a la izquierda, desde luego, pero sin excluir a los políticos de la derecha de talante pragmático, como les ocurre a Alberto Ruiz Gallardón, Josep Piqué o Javier Arenas. El otro día la víctima fue Rodrigo Rato a causa de su retorno a Madrid. Lo vejaron, lo azotaron y lo insultaron. Mientras, ha estallado la guerra de la Conferencia Episcopal contra Zapatero. El motivo, la asignatura de Educación para la Ciudadanía.

Hay voces que minimizan las razones de la Iglesia para vetar tal asignatura. Se equivocan. Los fundamentos de esta actitud no son coyunturales. Responden a cuestiones de fondo. El Instituto Nacional de Administración Pública ha publicado un libro sobre la Constitución de la II República, escrito por el profesor liberal-progresista Adolfo Posada, nacido en 1860, en Oviedo, la Vetusta del Clarín de La Regenta, quien le prologó a finales del XIX un tratado sobre La lucha por el Derecho. Pues bien, Posada en La nueva Constitución (la de 1931) califica a la Iglesia de "obstáculo tradicional frente a las aspiraciones liberales del país".

Educación para la Ciudadanía es una asignatura inspirada en los valores democráticos, que proceden en buena medida de la Ilustración y la Revolución Francesa. ¿Pero por qué los jefes del catolicismo rechazan un libro como éste? Porque la Iglesia jamás ha acabado de aceptar la democracia como modelo, aunque el Concilio Vaticano II sí lo intentara. Juan XXIII impulsó un Concilio transformador, aunque frenado por la curia. Roncalli murió demasiado pronto. Su sucesor, Pablo VI, procuró que no decayera el ánimo reformista. Sin embargo, sus "simpatías por el socialcatolicismo francés" y "sus reservas frente al anticomunismo doctrinario" -según explica Hans Küng en sus memorias- le concitaron el odio de los sectores más retrógrados de Roma.

Los prelados que no abrieron la boca para protestar, a lo largo de 40 años, por la Formación del Espíritu Nacional -compendio de teorías fascistas y del nacionalcatolicismo-, anatemizan ahora Educación para la Ciudadanía. Durante el franquismo, la Iglesia se sentía cómoda. De la transición acá, no. Ello ha coincidido, además, con la cada vez más lejana desaparición de Juan XXIII, con la muerte asimismo de Pablo VI, con la irrupción de Karol Wojtyla y con el acceso al Pontificado de Joseph Ratzinger. En España, el cardenal Tarancón fue enterrado hace muchos años. Y su legado, con él.

La obsesión contra el relativismo -tema estrella de Benedicto XVI y de los cardenales Cañizares y Rouco Varela- está presente, implícita o explícitamente, en la convocatoria episcopal a combatir la Educación para la Ciudadanía "con todos los medios legítimos". No se olvide que el relativismo es sinónimo de democracia. Y que lo contrario, el dogmatismo, lo es de la teocracia. Y no se olvide tampoco que el único Estado teocrático que queda en Europa es el Vaticano. Allí, ciertamente, la Educación para la Ciudadanía sobra.

Enric Sopena es director del diario digital elplural.com.

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