Maravillas
En tiempos de Heródoto la Tierra poseía aún un tamaño infantil y un mapa de todos los países conocidos apenas rebasaba las dimensiones de una tortilla francesa. En la cartografía de los antiguos griegos, el mundo se parece a un desecho de pizzería: una masa informe, pastosa, festoneada por el contorno de los golfos y las bahías. Entonces los viajes no se habían convertido aún en un mal endémico y la mayoría de la humanidad vivía enraizada en una parcela de suelo que apenas hubiera dado para criar un jardín. Arar, batir el metal, cardar la lana, arrojar las redes a la playa para recogerlas cargadas de boquerones y almejas eran las actividades monótonas que medían la existencia de la gran multitud de los hombres. El viajero era un ser fabuloso, una criatura extravagante que había renunciado al amparo de un techo para cambiarlo por la rotación incesante de las nubes y los astros. A veces, llegaba cubierto de barro a la aldea y congregaba a sus habitantes junto a la hoguera; y así labradores, herreros, pescadores y panaderos se enteraban de que el mundo es tan grande que su extensión no se agota ni después de doce jornadas de camino, y de que existían paisajes detrás de las montañas o en la orilla opuesta de los caladeros que sólo borrosamente se asemejaban a los que ellos conocían. De algún modo, el tedio de la labor diaria parecía aliviarse con las crónicas de estos fantasmas harapientos que bordeaban los senderos. Antes de caer en el jergón tras una jornada extenuante frente al yunque o el arado, la fantasía podía volar con alas de libélula hacia esos continentes ignotos donde la piel del hombre imita el color del petróleo, donde las mujeres manejan hachas y venablos o el invierno desdibuja los días bajo un ocaso perpetuo. Los viajeros hablaban de que existen en el mundo Siete Maravillas que el ojo no puede presenciar sin la delación de una lágrima: la tumba de un rey, el coloso que protege un puerto, jardines dispuestos en terrazas, pirámides que brotan de las arenas, una torre que emite luz, el templo de una diosa casta, la imagen de un dios descastado. La maravilla se alimenta de la ignorancia, del insomnio; noche tras noche aquellos edificios descomunales crecían en la imaginación de quienes jamás llegarían a contemplarlos, se elevaban, se extendían: eran la garantía final de que el universo, ese lugar proclive a la fatiga y el desaliento, merece existir.
En este exhaustivo siglo XXI, el asombro ha acabado por convertirse en artículo de lujo. La boca abierta, el entusiasmo han pasado a ser privilegio de los incomunicados, si es que existen: cine, televisión, ordenadores, parques temáticos nos enseñan diariamente que todo es posible, que la realidad puede dilatarse y aumentar hasta tragarse nuestros sueños más intranquilos. Las experiencias de un niño de seis años que hoy pasea por un parque de atracciones probablemente excedan las de generaciones enteras de campesinos medievales: ha ascendido montañas de metal, ha sobrevolado ciudades convertidas en casas de muñecas, ha visto estallar alcázares en el rincón opuesto del planeta, ha masacrado ejércitos completos con la ayuda de dos botones y una pantalla de plasma. El término maravilla no significa nada en un mundo donde todo nace con la pretensión de ser único, de ser crucial. Hoy escuchamos distraídamente a nuestro compañero de cerveza mientras nos relata un viaje a las antípodas o describe el fragor de una catarata que retumba en el corazón escondido de cierta selva: una bagatela a la que también yo puedo aspirar con sólo someterme a unas soporíferas horas de aeropuerto. Por eso estas nuevas Siete Maravillas de las que la Alhambra acaba de ser excluida para escándalo de los sentimentales bien educados no valen nada: pueden mirar sólo de lejos a aquellos monstruos de la imaginación de antaño, a aquellas construcciones de leyenda que en el ánimo de nuestros antepasados aún preservaban el exotismo y la incertidumbre de los mapas. Existen demasiados jardines, torres, templos para que uno más o menos convenza a nuestras cejas de que deben arquearse; hoy la maravilla está en el reverso: en la aldea donde se continúa arando o recaudando peces sin la interferencia del teléfono móvil.
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