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Columna
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Galimatías vial

Tiempo de movimiento, de traslados, de trajín, de viajes programados o súbitos, de afanosa estadística sobre el incremento o la disminución de los que se han dejado la vida en el asfalto. Tiempo de vacaciones que no pocas veces significa un torturado paréntesis indispensable para llegarse, con la parienta y los críos, a las caldosas aguas mediterráneas, las refrigeradas atlánticas gallegas o el arroyo, río, pantano o piscina del interior.

Por estas épocas menudean las críticas, justificadas, reiteradas y desatendidas acerca de la endémica vaguedad con que están señalizadas las vías de comunicación, ahora que se han complicado con enlaces, accesos, direcciones únicas y sorpresivas rotondas con más de dos rutas, insuficientemente señalizadas. Nos viene a la mente, con toda la inutilidad de los recuerdos, las sencillas carreteras de antaño, donde nos acechaba el bache inopinado, el badén caprichoso, la herradura de la mula, con el clavo hacia arriba, que deshinchaba el neumático, en ocasiones más de una vez, con la secuela de haber consumido la rueda de repuesto y era preciso reparar, con parches, la goma desinflada. A nadie se le ocurriría sentir nostalgia por aquellos contratiempos, al que había que añadir el cálculo en el repuesto de la gasolina, pues en trayectos entre Madrid y Barcelona no había más de tres o cuatro postes de combustible.

El primer escollo para el automovilista que quiere abandonar Madrid es salir de ella

El primer escollo para el automovilista que quiere abandonar Madrid en estas fechas es salir de ella, traspasar nuevas barriadas que recordaba como zonas rurales o suburbios de chabolas. Sin un elaborado y meticuloso estudio de las posibilidades de alcanzar la autopista deseada, pueden recorrerse docenas de kilómetros obligados por señales imperativas que suelen conducirnos, al cabo de un rato, a la misma encrucijada.

Aunque no lo poseo, conozco la existencia de unos aparatos que van señalando, desde los satélites, el camino adecuado. No comprendo cómo es posible, por no haber tenido la oportunidad de estudiarlo, pero creo que es una fórmula plausible para ahorrar millones de litros de combustible, dilapidados por la ignorancia de los conductores. Su mayor utilidad es que sigue la ruta proyectada indicando su viabilidad. El otro día, en una ciudad del norte de España, tracé sobre un mapa el acceso hasta el lugar de destino, que sabía al otro lado por donde tenía acceso a la villa. Marqué en el callejero recién adquirido el itinerario idóneo, con la imprevista consecuencia de que aquel trayecto estaba en dirección contraria. Sólo la beneficiosa costumbre de comenzar los actos media hora después de la indicada me permitió llegar en el momento en que se pronunciaban las últimas palabras del acto.

El viajero capitalino tendrá que afrontar, cerca de su destino, otra contrariedad, como es la señalización singular de la topografía en idioma vernáculo. Los indescifrables topónimos vascongados, sin su traslación a otra lengua -aunque fuera el inglés- desorientan al viajero, sin despertar en él un deseo de permanecer en el territorio y aprender el significado de aquella orgía de consonantes. En la misma cornisa, en mi entrañable Asturias, se sigue el mismo camino y frecuento un recorrido donde los letreros de Obras Públicas, a la entrada y salida de un pequeño municipio, señalan con los mismos caracteres: "El Puertu", en la parte superior y debajo: "El Puerto", con lo cual se disipa cualquier duda.

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No quisiera que se interpretase como reproche amargo o malhumorado y recomiendo vivamente a cuantos se encuentren en esas tesituras, que lo tomen como picantes anécdotas al viaje que, de otra forma, con tan magníficos automóviles y espléndidas pistas, hacen el recorrido muy soso. Si a una señalización incoherente o difícilmente comprensible, añadimos unas denominaciones ininteligibles, ¿para qué salir de nuestras fronteras, qué se nos ha perdido en tierras mesopotámicas o del sureste asiático? Una buena ración de galimatías puede singularizar unas vacaciones de costo moderado.

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