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Columna
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Usted

La anécdota la refiere mi amigo Manolo, también mercenario de la docencia por la rama de Lengua y Literatura en un pueblo de los montes que su memoria prefiere traspapelar. Un día, en clase, uno de sus alumnos se tropezó en mitad de un texto con una palabra indigesta: dos sílabas que se le quedaron atascadas en la tráquea, un hueso de aceituna del que sólo quedaba esperar respiración asistida. Cuando mi amigo, cumpliendo el cometido que le asigna la Consejería de Educación, le interrogó por dicho término e inquirió por su procedencia y funcionamiento, el chiquillo sólo pudo mirarle perplejo y reconocer que no sabía qué acababa de meterse en la boca: como si se hubiera tragado la goma del lápiz. La palabra en cuestión era usted, el pronombre de cortesía que una asociación andaluza de educadores propone ahora que se rescate en el ámbito del aula como medida preventiva contra la anarquía y el descrédito de la autoridad que cunde entre los adolescentes. La verdad es que en estos días en que tanto se habla de ecologismo lingüístico, no estaría mal tratar de arrebatar al olvido una herramienta que en el pasado ha ofrecido ventajas patentes a quien se ha servido de ella y que, por desgracia, nuestras nuevas generaciones han decidido arrumbar en el vertedero donde se oxidan trastos menos serviciales.

Tal vez el criterio de la asociación que menciono no ande tan desorientado después de todo y los problemas de desorden de la juventud puedan imputarse a la pobreza semántica. La asfixia del tratamiento de cortesía parece sugerir que con él palidece la atención debida al prójimo, ese conjunto de ritos, preceptos, hábitos, convenciones que tienen por fin engrasar los componentes de la máquina social y permiten la fluidez del contacto entre los individuos. Usted es la traducción al país de las palabras de un espacio imprescindible para la convivencia, aquel que circunda a cada persona y en el que puede actuar, trabajar, expresarse o huir sin la injerencia de intrusos. Un progresismo mal entendido ha tratado de convencernos de que en el fondo todos somos colegas, tanto del compañero de trabajo como del funcionario que nos atiende desde la ventanilla, y en consecuencia ha tendido a confundir a la humanidad en general con su pandilla de amigos. Pero tutear, al menos tal y como yo lo entiendo, significa apoderarse del interlocutor, incluirlo en un círculo íntimo al que no pertenecía antes de la conversación, denotar una sintonía o comunidad de criterio e intereses que no siempre se produce y a la que resulta arbitrario invitar a cualquiera. Los tímidos seguimos valorando la retórica del respeto: nos sirve para mantener al prójimo a distancia, para preservarnos de la contaminación de los desconocidos.

Encuentro una simplificación torpe en identificar automáticamente el usted con veteranía, férula, estrado o altar y reservar el título para el almirante y el ministro. Gentes hay que se escandalizan de que se les designe con dicho término porque, suponen, les echa encima un capote de solemnidad con el que no quieren cargar, porque los convierte en estatua y diploma. En Francia, sin embargo, el país de la politesse, es frecuente encontrar a jóvenes hablándose de vous en la cafetería de la facultad, y se exigen méritos más específicos que compartir clase para ingresar en los márgenes estrechos del toi. El respeto no sólo consiste en miedo: posee además ingredientes de la admiración y el homenaje. Dirigirse a los profesores de usted evoca, cierto, un pasado de reglazos y fotografías amarillas que nuestros hijos no deberían volver a padecer, pero también rescata una idea no por vieja y desconchada menos válida: la persona que procura enseñarnos no es papá ni mamá ni el vecino del quinto y entre los conocimientos del maestro y la ignorancia de quien le atiende media una distancia que es preciso marcar con alguna señal. Lo mismo vale, creo, para el ingente universo que comienza fuera de las aulas: ustear, neologismo que he oído en boca de Emilio Lledó, sirve para determinar coordenadas, para establecer el lugar de los seres en la sociedad y el puesto que ocupamos entre ellos. Caballero o rufián, usted no soy yo: mis amigos necesitan cursos preparatorios.

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