La ciudad portátil
Los ciudadanos cuando parten en su éxodo veraniego se llevan su ciudad a cuestas, en sus vehículos y en sus mentes, no buscan ni el campo ni el mar, ni el aire puro, ni el contacto con la naturaleza, buscan el refugio de otras ciudades que construyeron para ellos y que ellos fueron también construyendo, año tras año, verano tras verano, en las playas y las montañas urbanizadas a las que acceden a través de surcos de asfalto que roturan en negro los paisajes de paso, cordones umbilicales que les atan a una forma de vida familiar a una rutina diferente de la rutina laboral pero igualmente pautada y previsible.
Es imposible huir de la ciudad y además ellos no quieren hacerlo, no quieren perderse en lo desconocido y les confortan las urbanizadas autopistas, las vallas publicitarias que promocionan marcas conocidas, los oasis de las gasolineras rutilantes, el olor a petróleo y a comida rápida, los colores y los diseños de los productos del supermercado, la ciudad sigue con ellos y cuando arriben a la urbanización a la que se dirigen seguirá acompañándolos, vendrá en sus maletas y bullirá en sus calles, atronará en los televisores y en los escapes de las motocicletas nocturnas.
Cuanto más cerca de las grandes urbes, menos cultivos, menos bosques y más casas, casitas, cajitas todas iguales
Yo sueño con el día imposible de la venganza, invadir las ciudades con rebaños y dar libertad a las gallinas
El campo son esos retazos asilvestrados, más amarillos que verdes, que rompen la continuidad de los edificios, cada vez menos campos y más descampados que esperan la excavadora, la grúa, la paleta y el ladrillo. Cada vez menos rentables los terrenos de cultivo que muestran desvalidas legiones de girasoles ennegrecidos que nadie cosechará porque se plantaron para recibir subvenciones de limosna. Cuanto más cerca de las grandes urbes, menos cultivos, menos bosques y más casas, casitas, cajitas todas iguales, habitadas por gentes que se parecen mucho, pues cada enclave, cada urbanización, cada bloque, selecciona con el precio y con el gusto a los grupúsculos familiares que adquieren o alquilan sus parcelas o celdillas. Los ciudadanos son gregarios, detestan y temen la soledad y son además agorafóbicos, una gran extensión de tierra sin urbanizar les provoca temblores y náuseas, sufren de horror al vacío interior y exterior y buscan siempre compañía de otros o hitos que señalen en el paisaje la presencia civilizadora del hombre.
Cuando era niño, veraneé algunos años en pueblos, hoy recrecidos y ampliados, de la sierra madrileña del Guadarrama. Los veraneantes viajábamos en fatigosos y desvencijados trenes con destino a las colonias; nosotros formábamos la colonia de veraneantes, así se nos denominaba en los edictos municipales y en los programas de festejos. El pueblo se dividía en dos bandos a menudo enfrentados pero casi nunca irreconciliables, el protocolo de relaciones entre nativos y veraneantes se establecía entre la rivalidad y la colaboración, partidos de fútbol o partidas de tute entre coloniales y vecinos y escaramuzas entre niños y adolescentes de los dos bandos. Luego los veraneantes adultos colaboraban, malamente pero con buena voluntad según los rurales, en la extinción de incendios forestales cada año más frecuentes y peor intencionados, luminarias que anunciaban muchas veces la aparición de nuevos hoteles para colonos de temporada. Las vacas y los toros -todos los veranos se escapaban uno o dos para dar un poco de emoción al veraneo- atravesaban en manada las calles de los pueblos que picoteaban las gallinas en libertad y los veraneantes consumían y alababan los productos de las huertas cercanas, los huevos y el pollo de corral, las chuletas y el pan artesanal de las tahonas. Hoy los hijos de aquellos agricultores y ganaderos trabajan en la construcción, o en las inmobiliarias, o se desplazan a la capital para ejercer oficios que nada tienen que ver con el campo y muchos veraneantes hicieron de sus agostos todo el año convirtiendo su segunda residencia en la primera, por el alto precio de la vivienda urbana y la mejora de las comunicaciones viarias. En la región madrileña el campo se hizo ciudad y no hay distancias entre urbanizadores y urbanizados, los pollos vuelven a estar muertos y desplumados en los hipermercados y se consumen más hamburguesas que filetes y más soja que leche.
Y yo sueño con el día imposible de la venganza, invadir las ciudades con rebaños y manadas, dar libertad a las gallinas, multiplicar los huertos urbanos y sembrar trigales y pastizales en plazas y avenidas para integrar definitivamente, pero de forma más equilibrada, a la ciudad con el campo.
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