Urinarios y memoria histórica
A pesar de sus polémicas ordenanzas, el Ayuntamiento sigue preocupado por el grave problema que suponen los turistas meones. Y no es para menos. No se trata aquí de culparles a ellos en exclusiva de que algunas calles del centro huelan como un retrete atascado. Como decía el genial Gato Pérez, de noche todos los felinos son pardos. Y a falta de lugar mejor, tras unas copas de más, cualquier esquina o contenedor son trinchera, tanto para foráneos como para autóctonos. No obstante, como vecino de Ciutat Vella, puedo dar fe de lo persistente que resulta esa europea costumbre de miccionar en cualquier rincón. Y eso que, a fin de paliar tan desagradable espectáculo, los responsables del consistorio decidieron en su día habilitar un urinario público, vigilado las 24 horas del día, en las mismísimas Ramblas, debajo del monumento a Serafí Pitarra, y que seguramente ha sido del gusto de tan escatológico escritor.
Y ahí no acabó la cosa. Puestos a ponérselo fácil a los incontinentes de toda condición, se instalaron cabinas mingitorias en la plaza de Folch i Torres, en los jardines de Rubió i Lluch y en la calle del Arc de Sant Agustí. Este mobiliario municipal, aparte de socorrer a las hordas de entusiastas visitantes, que vienen a celebrar sus despedidas de soltero o soltera en nuestra ciudad, permitió dejar sin excusas a los que cayeran en las garras del primer guardia urbano con ganas de darle al talonario de multas.
Sin embargo, creo yo que, en uno de los casos, la medida podría aprovecharse este verano para fines más dignos que la simple evacuación de fluidos.
Concretamente, del urinario de Arc de Sant Agustí podría derivarse un valor pedagógico. Y se preguntarán ustedes, ¿cómo puede un lavabo público favorecer la cultura? Vayamos por partes. Hasta ahora, esta calle había sido conocida por los bonitos y deteriorados diseños caligráficos que adornan sus muros, por albergar el popular restaurante Romesco, por la venerable bodega Montse y por ser el lugar donde se instaló la primera carnicería halal que se abrió en Barcelona. Pero, en los últimos meses, el lugar se ha convertido en una especie de zoco improvisado al aire libre, donde se ofrece al transeúnte desde un despertador o unos patines, hasta un móvil recién birlado o una foto enmarcada y dedicada de Norma Duval.
Convertido así en territorio para marginados y toxicómanos, este espacio ha generado en los últimos tiempos una gran cantidad de noticias. Tirones, peleas y un vecindario molesto e irritable con la suciedad y las continuas carreras que se producen entre los vendedores y la policía. Es una razón más que suficiente para sugerir que el urinario se aproveche para incluir esta calle en los recorridos culturales que parece querer impulsar el Ayuntamiento, al sembrar de cartelitos todo el centro para que el turisteo despistado no se pierda ni un trocito de maravilla arquitectónica.
Y es que la calle bien vale una visita. Situada entre la del Hospital y Sant Pau, fue en su inicio uno de los terrenos que se abrían fuera de las murallas, allí donde reinaban en solitario el hospital de la Santa Creu y la cercana leprosería del Padró. Con el tiempo, el solar fue ocupado por los monjes agustinos, cuyo recuerdo sigue perpetuando la vecina iglesia de Sant Agustí. Hasta que, en 1835, con motivo de la benéfica Desamortización de Mendizábal (a quien la ciudad debe un monumento o el patronazgo de una avenida, plaza o calle), el convento desapareció. Y en su lugar apareció una estrecha callejuela, presidida por un arco del que tomó su actual denominación.
Durante muchos años, fue uno más de esos lugares tétricos y oscuros que abundaban en el barrio Chino, un lugar donde prostitutas, pequeños rateros, proletariado anarquista y emigrantes sureños compartían mesa y mantel con los señoritingos que bajaban las noches de fin de semana a encanallarse. Era una vía más en aquel dédalo de callejones que, pasada la Guerra Civil, el nuevo Ayuntamiento franquista decidió esponjar, en el primer proyecto de este tipo que tuvo la ciudad. Magna obra de los pilotos de bombardeo de la Italia fascista, diseñadores improvisados que, cual Ildefonsos Cerdà redivivos, crearon el barcelonés concepto de la plaza italiana, abierta a golpe de bomba y platillo; un nuevo ensanchamiento urbano que costó a la ciudad unas 2.500 vidas.
De esa manera, en plena posguerra, el estrecho callejón del Arc de Sant Agustí adquirió su actual fisonomía, tras ser derribada la hilera de casas que habían caído en marzo de 1938. De hecho, si se acercan hasta allí, aún son perfectamente visibles los estragos de aquel bombardeo, como si la pura ruina que muestran con total falta de pudor quisiera recordarnos aquella tragedia. Es un pedazo de nuestra memoria histórica más reciente, que es posible recuperar a la vez que aliviamos la vejiga, actividades ambas tan necesarias en la primera ciudad de la historia en ser bombardeada desde el aire.
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