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Mil y un chinos

En cuanto cobré mis primeros sueldos como diplomático, tras una época de ayunos y penurias como opositor, me los gasté en dos sueños por largo tiempo acariciados. Primero, acudí a la Bienal de Venecia, sin sospechar lo más mínimo que, años más tarde, la responsabilidad de la organización de la presencia española caería sobre mis espaldas, como director general de Relaciones Culturales y Científicas del Ministerio de Asuntos Exteriores. Después, algo más al norte y atraído todavía por el señuelo de los desafiantes botes con Merde d'artiste que Piero Manzoni había expuesto allí años antes, me fui a la Documenta de Kassel, de la enciclopédica mano de mi compañero -y, sin embargo, amigo- Fernando de Galainena.

A la Bienal de Venecia volví muy a menudo; a Documenta, no. Pero les aseguro que este verano no me la pierdo.

Abierta cada cinco años -de junio a septiembre-, la Documenta fue creada por Arnold Boe, un artista alemán estigmatizado por el nazismo, deseoso de mostrar a su pueblo qué tipo de arte se hacía en otros países, el arte que los nazis, precisamente, habían proscrito en Alemania. En principio se trataba de una humilde muestra que se enmarcaba en los fastos de un evento mayor, totalmente inocente: la Exposición Nacional de Jardinería.

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Pero con provocativas jugadas como la de Manzoni, Documenta fue ganando adeptos y prestigio, consolidándose como una de las más importantes manifestaciones artísticas de Europa.

En la de este año, sus dos comisarios -el matrimonio compuesto por la historiadora del arte Ruth Noack y su esposo, el curator Roger Buergel- acumulan más de 500 obras de 110 artistas distintos.

Pero si Kassel me resulta irresistible es por dos acciones muy concretas que, de alguna manera, en un atractivo juego de contradicciones, suponen un astucioso cruce de miradas entre Oriente y Occidente -cuestión que, pese a haber ocupado los años más recientes de mi labor profesional, o precisamente por ello, me sigue fascinando-.

Por una parte, Ferran Adrià ha sido invitado a mostrar la vertiente artística -altamente acusada, por cierto- de sus creaciones culinarias; esas deconstrucciones que se plasman en increíbles mousses de nada, o en una amplia gama de sinsabores que tienen un fuerte contenido zen, al tiempo que evocan la dialéctica del yin y el yang, tanto en su concepción como en su presentación. Algo habrán influido sus frecuentes visitas a Asia, donde la cocina de fusión, hace unos años, cosechaba un éxito sensacional; si bien un seguidor suyo, hoy en la cumbre de la fama -Sergi Arola- al preguntarle, en nuestro último encuentro en Singapur, cómo le iba la interacción euroasiática en los fogones, me respondió, con cierta desilusión: "¡Pero si a los asiáticos sólo les interesa ahora la cocina mediterránea!".

Frente a ese delicado Occidente, el Imperio del Centro -China- cuna de la finura oriental más depurada, que fascinó a Pierre Loti y a tantos otros, se travestirá de barbarie invasora en un provocativo proyecto de Ai Weiwei, un artista chino de 50 años -fundador de uno de los primeros grupos de vanguardia enragée tan tempranamente como en 1979 (diez años antes de Tiananmen)-, que se titulará Fairy Tale, cuento de hadas.

Consiste, muy simplemente, en traerse a Kassel a 1.001 chinos de la más diversa condición y origen: campesinos, trabajadores, policías de tráfico, maestros de escuela, etc. Con esa abigarrada representación del noble pueblo chino, Ai Weiwei pretende llenar sus tranquilas calles, plazas y cafés subvirtiendo su imagen idílica de ciudad convertida en emporio quinquenal de las artes.

Mil y un chinos son muchos chinos por el ceñido tejido urbano de la pequeña ciudad de Hessen. Y más si tenemos en cuenta que los chinos sueltos y desatados son escandalosos, gregarios, amigos de la chirigota. Que se ríen a sonoras carcajadas mientras se dan afectuosos manotazos en la espalda; que escupen en el suelo indolentemente, para desesperación de los organizadores de los Juegos Olímpicos de Beijing, deseosos de dar una imagen de ciudad limpia; que se sientan en cuclillas en cualquier parte para jugar al mahjong, cruzando ruidosas apuestas que, después, se fundirán en jarras de rubia cerveza; que invadirán los "todo a cien" locales ("todo a uno" tras la implantación del euro) invariablemente regidos por compatriotas suyos, con los que desplegarán una incansable cháchara.

Mil y un chinos ocuparán Kassel de forma literal, creando un peculiar caos que, en Beijing, parece totalmente natural, pero que para los desconcertados europeos supondrá descubrir el concepto de masa, relegado en el Viejo Continente a situaciones esporádicas y controladas, como el partido de fútbol del siglo o la siempre última gira de los Rolling Stones. Su presencia alterará la ciudad, la movilidad de sus ciudadanos, mucho más que si Christo la envolviera en sus enormes telas de empaquetar patrimonio histórico. Pero, sobre todo, romperá el carácter de exclusividad "divina", sesgadamente esnob, que tanto place a los habituales de Documenta.

Pensemos que algunos de esos chinos serán, incluso, supervivientes de la maldita Revolución Cultural, tan bien narrada en sus aspectos cotidianos por Dai Sijie en su espléndida novela Balzac y la joven costurera china. Su estancia en Occidente -financiada con un presupuesto de 3,1 millones de euros por una galería de Lucerna y dos fundaciones suizas- como componentes de una obra de arte viva, expuesta en uno de los más prestigiosos foros europeos, tendrá el verdadero carácter de un cuento de hadas.

Los comisarios se han apresurado a decir que "en la exposición de este año no será necesario un máster en sociología del arte para entenderla". ¡Qué alivio!

En todo caso, la ventaja de estas miradas cruzadas que Kassel suscitará es que nos permiten desmontar tópicos, deshacer malos entendidos que nos facilitan, en definitiva, entendernos más y mejor, los unos a los otros. Y esto, con arte o sin arte -pero mucho mejor si es con arte de por medio-, siempre es positivo.

Delfín Colomé es embajador de España ante las dos Coreas y ha sido director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation.

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