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Columna
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Madrid de la diferencia

No sé si la puerta de Alcalá que mostraba el sábado el Madrid moderno del orgullo gay en casi todas las televisiones europeas coincidía con la imagen de Madrid que su alcalde quiere mostrar al mundo. Pero la celebración aquí de Europride, con tan escaso gasto municipal y con la iniciativa privada sustituyendo esfuerzos oficiales, es posible que haya sido objeto de satisfacción para nuestro regidor en su afán de exhibir en el mundo una ciudad abierta del siglo veintiuno a precio módico. Y el hecho de que el rostro de Alberto Ruiz-Gallardón no apareciera esta vez entre los de los manifestantes, con lozanía similar a la que mostraba en la portada de la revista Zero, no indica desafecto alguno por la causa gay, sino su necesidad de quedarse en su despacho trabajando, como ya había dicho, para que los demás, incluidos muchos de sus votantes, puedan seguir manifestándose libremente.

Bien es verdad que para algunos ha perdido una ocasión de vincular su propia figura a la del Madrid moderno que le obsesiona de cara a sus candidaturas olímpicas, pero también es cierto que si hubiera tratado de demostrar que es alcalde de todos correría el riesgo de no serlo, por ejemplo, de monseñor Rouco Varela, con cuyos púlpitos dejaría de contar para la promoción del voto de la derecha y cuya bendición le podría ser escatimada a la hora de tomar posesión de nuevo. En todo caso, Gallardón, que es persona de gusto por la diversión, se lo ha perdido. Como se lo perdió José Luis Rodríguez Zapatero. Y no porque el presidente no quiera asociar su figura a la modernidad de Madrid, que en toda Europa saben de la sensibilidad de su Gobierno con los derechos de los gays, por más que en este sentido Esperanza Aguirre no lo apremiara, ni porque tenga la costumbre de no acudir a manifestaciones, sino para evitar a los obispos los malos pensamientos y no dar más pie a los que por esta cuestión han llegado a poner en duda su virilidad -vamos, que lo han llamado maricón sin tapujos- entre las groserías de sus manifestaciones.

Pero esta concentración de la alegría, cuyas cifras de multitudes nadie discute de tantos como eran, ofrecía a los extranjeros la estampa de una capital de la libertad que no tenía nada que ver con la que con frecuencia percibimos los madrileños entre fantasmas del pasado, a veces acompañados por el señor alcalde. Era un alivio ver el modo de expresar la libertad de su diferencia a unos ciudadanos que no iban contra nadie, ni siquiera contra quienes siguen yendo contra ellos. De otro modo, se hubiera poblado la cabalgata de mitras de chirigota, de faldones clericales para devolver burla por intransigencia, de locas disfrazadas de beatas, de incienso en lugar de perfumes excitantes y de gaviotas sobrevolando la manifestación. La opción por la alegría desterraba la tentación de hacer del día del orgullo gay un hallowey poblado de calaveras y con olor a crisantemos patrios. Y no digo que no faltara el grito reivindicativo y protestón, que lo hubo, pero el ingenio sustituyó por lo general al exabrupto y nadie recordó al abuelo de nadie.

Estaban todas las Españas, aunque nadie las recontara, pero eran unas Españas que se gozan en su propia libertad sin intentar imponer nada a nadie. Cabían todos, homosexuales y heterosexuales, mujeres y hombres, familias enteras con sus niños, porque quienes estaban allí sabían muy bien que la libertad del otro es la garantía de la suya. También estaban todas las Europas. No faltaba, por ejemplo, la comunidad gay de Manchester, cuyos miembros sonreían por el efecto diabólico de la bandera del arco iris para el alcalde de Salamanca, que la desterró este fin de semana del balcón municipal, mientras en una de las torres del vistoso consistorio de la ciudad de Manchester lucía con toda naturalidad frente a la bandera de Inglaterra que se erguía en su torre gemela. En el casco antiguo de Manchester, con las acciones individuales de gays y lesbianas, se ha originado una transformación similar a la de nuestro barrio de Chueca, tanto desde el punto de vista del ocio como de la actividad comercial y de la convivencia. Pero tampoco faltaban los polacos libres, víctimas de unas caricaturas extremas de la Europa de la intolerancia, herederos de los fundamentalismos de Stalin y Wojtyla, cuya homofobia es similar a la de sus piadosos delegados en España.

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