Todos juraron
Tal vez en Madrid tengan que cambiar de vocabulario cuando hablen de aquí. A Valencia se le ha quedado corto eso de los barones. El palabro hizo fortuna cuando el PSOE era el partido hegemónico y a algunos de sus presidentes autonómicos se les denominaba barones territoriales. Luego vinieron las mayorías del PP y aunque fueran de distinto signo político, la expresión siguió en uso. Sin embargo, tras la toma de posesión de Francisco Camps es evidente que el término se ha quedado empequeñecido ante el perfil que adopta la figura del president. Y no viene esto a cuento de la empalagosa ceremonia de su toma de posesión. No, no es una cuestión de boato, de pompa o de ostentación. Es una cuestión de fondo, de contenido político. Ahora no estamos ante un barón, sino ante todo un príncipe. Un príncipe en el sentido político de la expresión que consagró Nicolás de Maquiavelo hace cinco siglos.
A pesar de la abrumadora victoria del PP en la Comunidad y en el Ayuntamiento de Madrid, no ha descollado en esas tierras una figura similar y las mesnadas se reparten entre el conde Gallardón y la baronesa Aguirre. Pero ha bastado que don Rodrigo, duque de Rato, anuncie su regreso para que todo el tablero se ponga patas arriba. Todo lo contrario, aquí se ha acabado el guirigay. Tenemos a Camps no ya como presidente por mayoría absoluta, sino como presidente absoluto.
El organigrama del nuevo Gobierno es muy elocuente. Él se sitúa por encima del vértice de un triángulo de vicepresidencias, bajo las cuales queda el resto de miembros de su Gobierno. En el vértice de dicho triángulo nombra un primus inter pares, el vicepresidente político Vicente Rambla, finamente señalado como posible sucesor, por si antes de que acabase la legislatura él fuera llamado a más altos destinos.
En cualquier caso, el gesto político que por excelencia revela su condición de príncipe, es la forma como en estos años ha liquidado el zaplanismo, en una mezcla de "astuzia fortunata", que diría Maquiavelo, cuyo penúltimo episodio ha sido la defenestración de Alicia de Miguel, Gema Amor y Miguel Peralta. Una defenestración en la que no cabía la misericordia, porque era necesaria para demostrar a propios y ajenos que el príncipe, además de ser amado, ha de ser temido. La demostración de poder se ha evidenciado también nombrando conselleras a sendas concejalas de Benidorm y Alcoy, feudos de Amor y Peralta.
El pasado viernes, en la sala Nova (mal llamada de Cortes) del Palau de la Generalitat, todos los consellers juraron el cargo. Ni uno solo utilizó la fórmula laica de la promesa. El asunto tiene interés. En la rica galería que rodea la imponente sala destacan cuarenta y seis tableros de madera con un complejo programa iconográfico, que según los especialistas en historia del arte, se orientaría en torno a la idea de la virtud como meta del hombre de Gobierno. La clave de toda la serie de imágenes sería la escena de la adoración de Cristo por los Magos, que expresaría la subordinación de la soberanía humana a la divina, o la imagen de la monarquía teocrática todavía vigente en el quinientos. Sea como sea, algo que no dejaba de ser un motivo histórico o artístico en los gobiernos de Joan Lerma o de Eduardo Zaplana cobra ahora, con el Gobierno de este príncipe de la cristiandad, relevancia política.
Más allá del pulso entre Rambla y Rafael Blasco, la reubicación del ex conseller de Sanidad como titular de la nueva Consejería de Inmigración y Ciudadanía sirve también para ilustrar la relación de Camps con la Iglesia. Hace apenas un par de semanas el arzobispado, a través de su agencia de noticias y de la Universidad Católica, criticó a la Consejería de Sanidad, de la que aún era titular Blasco, por el uso de células madre embrionarias para dos proyectos de investigación. El príncipe católico no ha hecho oídos sordos a las quejas de la jerarquía eclesiástica y a última hora improvisó un remedo del Ministerio de Inmigración e Identidad Nacional de Nicolás Sarkozy para cuadrar el organigrama. Pero aunque el presidente no lo ha querido apartar de Gobierno, parece evidente que hoy Rafael Blasco ocupa una conselleria poco menos que de juguete, con escaso presupuesto y competencias residuales.
Así las cosas, lo cierto es que un año después de la visita pastoral de Benedicto XVI, el abrumador conservadurismo político nos ha traído, por la vía democrática eso sí, no ya una mayoría absoluta del PP, que ya la teníamos, sino todo un príncipe absoluto. Laus Deo, que diría Martínez Sospedra.
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