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Columna
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De juzgado de guardia

Josep Ramoneda

En la vida política, como en aquellas películas de cine que llamábamos "españoladas", siempre hay un personaje -generalmente del PP- dispuesto a decir: "Esto es de juzgado de guardia", y a utilizar las instancias jurídicas para dirimir problemas políticos. De modo inevitable, la judicialización de la política comporta automáticamente la politización de la justicia. Entre otras cosas, porque el partido que traslada un debate político a la escena judicial lo hace porque sus cálculos le dicen que lo que perdió en el Parlamento puede ganarlo en los juzgados. Se genera de este modo una espiral que acaba siendo negativa tanto para la política como para la justicia, porque coloca ambas por debajo de toda sospecha y genera una contaminación permanente entre poderes del Estado que deberían funcionar con plena independencia.

Paradójicamente, en este clima de judicialización de la política y politización de la justicia, podemos constatar que el juicio del 11-M ha servido para acabar con las secuelas políticas de aquel terrible acontecimiento. Durante buena parte de la legislatura, el PP vivió montado sobre la teoría de la conspiración construida por algunos medios de comunicación. Con el espíritu revuelto por el revanchismo, por la herida de la derrota del 14-M, el PP, siguiendo caminos trazados por otros, levantó todo tipo de acusaciones, y algunos de sus miembros llegaron a hablar de golpe de Estado. Pero desde que el juicio se puso en marcha, la evidencia de los hechos, de las declaraciones y de las pruebas se ha impuesto, y los actores del PP se han olvidado de esta parte del guión a la hora de hacer sus representaciones parlamentarias o mediáticas. Y lo que era el tema estrella de su tarea de oposición es ahora pudorosamente tratado con el tópico del acatamiento de las resoluciones judiciales sean las que sean. Esto significa que cuando la justicia se quita de encima las presiones y los prejuicios para cumplir estrictamente con su función todo el sistema sale ganando. Y los que creen que pueden sacar ventaja del tránsito permanente entre política y justicia quedan en ridículo.

Lleva mala racha judicial el PP. La sentencia del Tribunal Supremo sobre el llamado caso Bono debería hacerle reflexionar sobre los límites de la tarea de oposición. La respuesta policial a los zarandeos que José Bono, siempre sensible a la oportunidad de ser protagonista, padeció, podían ser perfectamente motivo de debate parlamentario. Y había razones para que el PP considerara la acción policial excesiva e intentara sonrojar al Gobierno y arrancar cierto voto de castigo parlamentario. Pero de eso a considerarlo "de juzgado de guardia", convertirlo en delito y llevarlo a los tribunales era dar un salto, en esta línea tan instalada en el PP de tratar de ganar en la justicia lo que pierden en el Parlamento, que ahora se ha visto que no tenía red, por más que inicialmente contara con la complicidad de un tribunal madrileño.

La separación entre justicia y política nunca es fácil. Y en España hay demasiados vicios instalados en las dos partes como para que unos y otros practiquen la distancia justa. Pero la tarea de la justicia se ve muy favorecida si los partidos políticos tienen claro que las cuestiones políticas se dirimen en el Parlamento y que no es función de la política incidir sobre las decisiones judiciales. Desgraciadamente, estamos lejos de ello. En los próximos meses tendremos ocasión de comprobarlo. Saldrán del Tribunal de Estrasburgo dos sentencias que pueden dejar en evidencia tanto la política como la justicia española. Si, como todos los indicios confirman, el alto tribunal europeo da la razón de Rafael Vera en su recurso por la condena del caso Marey, se habrán puesto en evidencia las consecuencias de un proceso judicial demasiado politizado en que las presiones político-mediáticas provocan actuaciones y pasos no debidamente ajustados a las garantías mínimas exigibles. No creo que haya dudas sobre quiénes y cómo secuestraron a Marey, y sobre la implicación del Ministerio del Interior de la época. Pero los procedimientos seguidos sufrieron de un peso de la política que tuvo como consecuencia que se creyera que casi todo era aceptable -incluso la posición y antecedentes del juez instructor- con tal de que el proceso llegase a buen fin.

Menos indicios hay sobre la suerte que pueda correr la ley de partidos en Estrasburgo. Pero una vez más estamos en el mismo síndrome de judicialización de la política que tan malos resultados da. Cuando se quiere transferir a la justicia la resolución de un problema político, se acaba, a menudo, haciendo leyes ad hoc, que están siempre condenadas al fracaso. Se hizo una ley sólo pensada para evitar que Batasuna se presentara a las elecciones y el resultado es que tenemos una ley extremadamente peligrosa según en qué manos cayera, que no ha resuelto el problema de la representación de la izquierda abertzale y que pende de un hilo si se la somete a un escrutinio democrático serio. Y aquí PP y PSOE son hermanos en el error.

Uno de los muchos efectos negativos que produce en una sociedad el terrorismo, tanto el islamista de carácter internacional como el nacionalista de carácter local, es precisamente que favorece la contaminación entre justicia y política. Y esto, ante el horror de la amenaza terrorista, puede ser aceptado resignadamente por los ciudadanos, perdiendo de vista el horizonte democrático que debe ser la norma de nuestras sociedades. Y cuando se borran las fronteras entre política y justicia, aparecen monstruosidades como Guantánamo, donde el poder Ejecutivo, a través de los militares, destroza los principios democráticos y, con pavorosa impunidad, suplanta a la justicia, ante la pasividad de ésta. Los poderes están para respetarse y vigilarse unos a otros, no para someterse.

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