Guipúzcoa, ¿ciudad o sólo rotonda?
Asistimos a unos tiempos en que la dimensión del mundo se encoge a una velocidad vertiginosa. Tan solo hace dos décadas partes de Europa se nos hacían lejanas y hoy lugares tan exóticos como la Patagonia o el delta del río Perla se encuentran en las primeras ofertas de las agencias de viaje y tan asequibles como ciertos destinos europeos. O bien, hace unos años la comunicación telefónica transoceánica resultaba treinta veces más cara que en el país y hoy viene a ser incluso más barata.
Contagiados, quizá, por esa perspectiva vemos cómo se recurre en estos años a expresar objetivos ilusionantes o estimuladores de un futuro que se ansía más perfecto por medio de metáforas como la de "Gipuzkoa hiria", emuladoras de aquel juego de palabras, "Euskal Hiria", de hace unos años.
Parece claro que lo que con ello se trata es de ofrecer unas ventajas. Tales como la homogeneización sobre el territorio guipuzcoano de los beneficios que la ciudad aporta a la vida cotidiana, enriqueciendo los pueblos devaluados respecto a la capital y acercando las riquezas de la ciudad a ese sistema territorial tan rico y genuino como es el que en Guipúzcoa se despliega.
No es poco sorprendente por sí mismo este planteamiento cuando hace tan sólo unas décadas hablar de la ciudad, de las aglomeraciones urbanas, se tendía a asociar con frecuencia a algo parecido al horror, a la asociación de inconvenientes de todo tipo (degradación ambiental, incomodidades, aberrantes hacinamientos, etc.). De un salto tan sustancial hemos de deducir que, quizá, no ha sido en vano el esfuerzo de mejora de la constitución de nuestras ciudades en los últimos treinta años, lo que unido a la transformación de los modos de producción y al enriquecimiento de las oportunidades que se acumulan en las ciudades, han permitido, paulatinamente, llegar a ofrecer una imagen sustancialmente mejorada del fenómeno urbano. Y de ahí que hoy se llegue a ofrecer Gipuzkoa hiria como un señuelo y éste sea comprendido como lógico y deseable.
Hacer de Guipúzcoa una ciudad, si bien se entiende como metáfora y se justifica como mensaje publicitario, no deja de incluir una reducción, quizá exagerada,de una realidad en la que los beneficios se encuentran también en otras partes o en otros entes de nuestra diversidad. ¿Dónde quedan las ventajas del rico medio natural, de la privacidad del contacto con la naturaleza, del goce de la autenticidad primaria de partes de nuestro litoral o nuestros interiores de fábula? Encoger nuestro programa existencial a lo que la ciudad única (y unida) nos pueda ofrecer pudiera quizá tomarse como un recomendable tránsito hacia un futuro colmado, éste sí ya integral, no limitado a tal perspectiva intermedia. Pero acusa una visión reductora de la dimensión de la realidad, que, si bien no es grande en superficie (la pequeña Guipúzcoa), es espléndida en favores.
Pero en este discurrir de los días parece hemos llegado a un nuevo estadio de la situación cuando vemos (EL PAÍS, 9 de junio de 2007) el anuncio de "la rotonda de Guipúzcoa" como un objetivo a alcanzar mediante la próxima realización de inversiones millonarias en carreteras. En tal símil, ni siquiera es ya Guipúzcoa una ciudad sino que pasa a ser rotonda, tan solo una rotonda, un lugar centrífugo y de paso.
Se han de tener por encomiables, sin duda, los esfuerzos por expresar de manera clara, aunque sea al precio de una metáfora, los objetivos que las administraciones públicas persiguen. El intento de que se asuman como propias por parte de los guipuzcoanos unas metas tan costosas, de que se entiendan como convenientes para el interés general, bien vale el hallazgo de una imagen sencilla. Y esta de la rotonda desde luego lo es. Sobre todo después de que, una vez llena Francia de ellas, la influencia de un artificio tan contradictorio se haya extendido por nuestros territorios como remedio equivocadamente universal allí donde se produzca una confluencia de tráficos.
No creo que la alusión a convertir Guipúzcoa en una rotonda trate de referirse a algo que no sea una suerte de beneficios derivados de explotar mejor su posición estratégica como engranaje crucial interpuesto en ese lugar que ocupamos en la geografía del Arco Atlántico. Y, esté o no en lo cierto, así debe entenderse su intención.
Pero en la reducción se asumen muchos riesgos. Y en esta visión superencogida de Guipúzcoa se esconden algunos no menores. El principal quizá sea el de su motivación en una visión de la movilidad aún heredada de la corriente iniciada en el primer tercio del siglo pasado, cuando la ingeniería del automóvil influye a tal nivel que trata de orillar a otros medios de transporte. La posterior introducción de las llamadas "redes arteriales" transforma los planos de las ciudades y lleva a hacer confiar en la carretera como principal obra pública, además de emblema de la libre iniciativa y del incremento de la diversificación social. Así se ha configurado, con impactos nada pequeños, ese paisaje político que nos rodea, impuesto sobre la diversidad de nuestra realidad como resultado de un ensayo repetido a varias escalas y permanentemente incrementado, que dura ya demasiado. Según esa visión, toda carretera se convierte en candidata a mejorar, a subir de grado, en un proceso sin fin, sobre todo ante el aumento continuo de los coches.
Afortunadamente, hay ya señales de lo limitado de tan atormentada apuesta y las ventajas de los medios de transporte públicos, al margen de la vía rodada, extienden cada vez más su papel balsámico en sociedades urbanas. Lo hacen con obras menos costosas, de menor impacto sobre el medio y una proyección más universal. Y sin esquematizar, con tal dominio de la carretera, una realidad de la que no se aprecia qué bien puede hacerle reducirla más aún en sus propiedades, si no es para volverla menos significante.
Angel Martín Ramos es arquitecto y profesor de Urbanística y Ordenación del Territorio (UPC) de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona.
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