La niña de los ojos azules de Caio
Una semana antes de morir, Antonio Carlos Guerrero no quiso celebrar su 51º cumpleaños. "Estaba en paro y le preocupaban las deudas, no quería derrochar", asegura su viuda, Simone Peres, una brasileña de 33 años. Unos enormes surcos marrones rodean sus ojos. Tiene el pelo muy negro recogido por arriba, un pantalón pirata, las uñas pintadas y unas chanclas rosas.
Simone tiene cinco hijos, la mayor con 17 años. Antonio se hizo cargo de todos, aunque sólo la última era suya. Su pequeña, la niña de sus ojos, Gabriele. Tiene nueve meses. Juguetea desde el tacataca echándole los brazos a su madre. Las últimas fotos de Caio -como todos llamaban cariñosamente al muerto- son con la niña, en el Retiro. A él le brilla la mirada azul. La lleva en brazos. El padre, el hombre que dejó Brasil hace dos años para buscar un futuro a su pequeña. Dejó el trabajo en la finca de ganado de su anterior esposa. Su padre era italiano y consiguió el pasaporte europeo sin problemas. Pronto reclamó a su familia.
La pareja vivía en Getafe, en un piso humilde de pasillo oscuro y lleno de cacharros. Lo compartían con otros seis brasileños. "Mi familia en España", dice ella. "Caio tenía 51 años, pero era joven, muy joven. Su sueño era cumplir los 70 con salud para ir con la niña a la discoteca", asegura su viuda en un portuñol difícil de descifrar. Intenta sonreír todo el tiempo. No le sale. "Era un hombre felis, muy felis, el amigo de todo el mundo", recuerda, parando las lágrimas con sus manos de manicura precisa.
Antonio Carlos Guerrero llevaba cuatro días trabajando para la empresa Tavenave. "Estaba contento de trabajar, se levantaba con una sonrisa enorme". Aquella mañana de viernes se despertó a las 6.30. Simone le preparó un bocadillo de atún -"le encantaban el atún y los macarrones con feijoa (habas)"-. Besó a su mujer y se marchó a una nave de Leganés, El Chollo de la Trastienda. Se subió al tejado para reparar las goteras. No llevaba arnés, según los sindicatos. A las 9.40 se cayó por la claraboya. Se golpeó con una alacena acristalada, que sigue arrinconada en una esquina de la sala.
Simone hacía tiempo en casa jugando con la niña. Sonó el teléfono. Lo cogió uno de sus compañeros. "Simone, Caio ha tenido un accidente", le dijo al colgar. "¿Qué ha pasado? ¿Se ha roto una pierna? ¿Se ha hecho algo en el brazo?". Se le congeló la sonrisa. "No, está muerto". Y se le nubló el mundo. Mientras lo recuerda, vuelven las lágrimas. Gabriele intenta llamar su atención desde el suelo, mientras la mujer masculla: "No puede ser, no puede ser".
El hermano de Antonio se encargó del papeleo para repatriar su cuerpo a Brasil. Viajó sin su mujer. "No tengo papeles, no podría volver", se excusa. Aún no sabe qué va a ser de su vida. Mira a la niña y explica que le gustaría darle un futuro en España, "como quería Caio". Le faltan el trabajo, el dinero, las ganas. "No sé qué pasará, no sé", dice. La casa empieza a llenarse de vecinos, de amigos, que preguntan por la viuda. Y ella intenta sonreír de nuevo. Tampoco le sale.
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