Contra el ruido
Todos contra el ruido. Como un pacífico eslogan, como una canción de festival de otoño, como un poema bucólico, como un convento descalzo o como una frase publicitaria para conseguir volver a los tiempos del esplendor en los claustros de los cartujos. Esplendor en las yerbas. Esplendor en las tumbas. Silencio en la noche, ya todo está en calma. Y cuando "estábamos tranquilos los mayores", llegan ellos y arrasan con su ruido, con su furia. Son mayores y no son capaces de estar tranquilos. O, por lo menos, callados. Siguen dando vueltas, haciendo ruido, llenando estadios y gritando letras entre provocadoras y fáciles. Son como nos hubiera gustado ser. Abuelitos ricos, golfos, gritones y con una mala salud de hierro. Son los Rolling Stones. Y hacen lo que quieren. Podían haber sido del Atlético, pero nunca quisieron ser tan obvios. Pudieron ser del Real Madrid, pero no les sentaba bien el blanco. Paint it black, entonces no pudieron ser del Barça. Y fueron por libre, como los de Viva la gente, pero todo lo contrario.
El ruido, la furia, la manera de saltar a lo garbancito rockero pasado por los gimnasios, de Jagger. Y el rostro angelical de Richard, unido a su aspecto general, tan de confianza, tan de niño de buenos colegios, tan de familia bien de toda la vida, hace que siempre sigan teniendo un lugar en nuestros corazones de verano. A Jagger, a Richard y a mí siempre nos han gustado mucho Anne Igartiburu, en particular, y las chicas de Neguri, en general. Hay otras, pero no son lo mismo. Son raras, incluso, son capaces de cantar canciones de Javier Krahe. No son muchas, pero tienen sus nichos.
El ruido y la furia de los Rolling siguen llenando nuestros veranos desde los primeros años socialistas hasta estos años socializados. Me gustan, me calman, me centran, me hacen sentirme mayor y formal. Siguen con esas músicas y esas letras que no serán para tanto, pero que me acompañan mucho. Como les pasaba con el rosario a mis tías. Las músicas de los Rolling son la letanía más querida de generaciones perdidas como la mía y las siguientes.
Hay otras músicas, pero no pueden tocar en Oviedo. Sí, sí, en Oviedo, la capital de Woody Allen. La de mí recordado, neoyorquino de su barrio, Eduardo Úrculo. La de los ruidos de Fernando Poblet. La de tantos otros que hicieron poemas, diseños, revistas o novelas del siglo XIX. La misma de los premios Príncipe de Asturias. La tan orgullosa, y nada vetusta, ciudad que presume de haber premiado al gran susurrador, el inarmónico, al folki que se pasó al rock, al cantautor que aprendió a gritar, al gato en la garganta, al querido maestro, al más querido de los antipáticos, llamado Bob Dylan. El músico más arbitrario del mundo. Curioso tipo al que nos resulta tan difícil imaginar en la grata espera de ser premiado por un príncipe. Deseo que Dylan no se entere de esas palabras, esos gestos y esas miserias musicales. De esa sordera, ceguera, y otras eras que me callaré, que el alcalde, el mismísimo alcalde de Oviedo, llamado Gabino de Lorenzo, ha decidido montar contra el ruido, contra el jazz, por el silencio, por los corderos. Como alcalde vuestro que es -lo siento por tantos queridos ovetenses amantes del jazz y otros ruidos- ha decidido suspender, y ha suspendido, el festival de jazz de Oviedo. Porque sí. También por "ruidoso". Y porque está "en lucha implacable contra el ruido". Que lo sepa el ruidoso pianista Chano Domínguez, que hace ruidos al piano acompañando a algunos de los grandes -siempre le recordaré al lado de Martirio-, y que los sigue haciendo, inmejorables, precisos, elegantes y libres, con la compañía de su piano. En su soledad. "¡Nada de jazz!", dijo el alcalde de Oviedo después de ganar las elecciones. Está claro que es un alcalde sin miedo al ridículo. También sin miedo a quedarse sin jazz. ¿Y sin Dylan?
Para refugiarse de los ruidos, para volver a músicas tranquilas del pasado, para fiestas con orquesta y bombillas, con decadencia y glamour de otros tiempos, me encontré en el balneario de Mondariz. Todo un poco irreal. Como si todavía estuviera paseando por allí el hombre más rico del mundo, Rockefeller. Como si el pobre millonario, también ellos se enamoraban, hubiera confundido a una hija del dictador Primo de Rivera con una actriz de Historias de Philadelphia. Volvía a los silencios acuáticos de Mondariz y me contaron los amores en tiempos del crack entre Rockefeller y Carmen Primo de Rivera. No tendrá el share de una pantojada, pero tiene todo el glamour de los tiempos donde ya se habían inventado el ruido y la furia.
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