Una noche en palacio
Alfons Vilallonga es un chansonnier atípico que, de tarde en tarde, nos regala uno de sus espectáculos. Un artista nostálgico, irónico y capaz de ofrecer un amplio registro de historias, donde se mezclan lo elegante y lo canallesco con pasmosa naturalidad. Siempre con ese aire impreciso de fabulador paródico, que se ríe de reírse de sí mismo. Pero Alfons Vilallonga es algo más que un músico de cabaret posmoderno. Por sus venas corre sangre tan azul como la tinta de un bolígrafo Bic. La sangre de los barones de Maldà, entre cuyos ilustres personajes se cuenta Rafael Amat, autor de uno de los diarios más inquietantes y estrambóticos que ha dado la literatura catalana. Aquel Calaix de sastre, escrito entre los empolvados estertores del siglo XVIII y los balbuceos napoleónicos del XIX, cuyo gran protagonista era la propia ciudad de Barcelona y sus variopintos avatares históricos.
El viejo barón, auténtico ejemplar de barcelonés tiquismiquis, se quejaba en sus memorias de los grandes males que habían traído las ideas revolucionarias de la vecina Francia, y la tragedia que (según él) suponía el fin de la Inquisición. Y no es que el buen hombre tuviese participación alguna en aquel siniestro tribunal. Sus críticas no procedían del interés, ni del fanatismo religioso, ni de filosofía alguna. Como buen hijo del lugar, su gusto por chinchar y quejarse de todo nacía de una insatisfacción permanente, constante y machacona. Así, abominaba por igual (que en esto sí era un auténtico demócrata avant la lettre) de los cortesanos madrileños, de los franceses invasores, de los patriotas catalanes, de los aristócratas, de los revolucionarios y, por encima de todo, de sus propios paisanos. Para tan santo varón, una vida honesta sólo podía resumirse en ir a misa varias veces al día, comer cantidades pantagruélicas de carne, tomar chocolate con picatostes por las tardes, asistir a alguna que otra procesión y (pasión de sus entretelas) reconocer de oído todas las campanas de la ciudad. Y es que, al menos, el bueno del señor Amat oía campanas y sí sabía de dónde venían.
Actualmente, la aristocracia catalana es algo tan raro como la gastronomía etíope o la moda uzbeka. Un leve apunte a pie de página, en una historia escrita por tenderos. Quizá ese sea el motivo de que el espectáculo que Alfons Vilallonga presenta cada jueves en el Círcol Maldà, prorrogado hasta finales de este mes, tenga la particularidad de permitirnos la entrada a uno de esos espacios íntimos y secretos de la ciudad que (para los que sólo tenemos sangre roja, cual concentrado de tomate Orlando) han estado vedados durante siglos.
El Círcol Maldà se encuentra en un viejo palacio del siglo XVII, en la sinuosa calle del Pi. Un caserón repleto de leyendas, en el que se dice que pernoctaba el apuesto y cervantino bandolero Perot Roca Guinarda. Centro de intrigas, recepciones y banquetes, a los que asistía lo más granado de la fauna local. Pero que, pasados sus años de esplendor, el progreso (tan mal enemigo de los linajes sin presupuesto) terminó por convertir en modesta finca de vecinos. Los jardines y la planta baja, en otra época hogar del pavo real y del lebrel cazador, se trasmutaron, en los durísimos años cuarenta del siglo pasado, en galerías comerciales. Y sus dos pisos superiores, centro de la vida familiar de sus antiguos dueños, fueron troceados en espacios de diverso jaez, donde convivían desde un cine a una pensión.
De todo aquel universo de señores y criados sólo quedó en pie uno de los salones, que el barón de turno, con inquietudes artísticas, se reservó para organizar veladas con los amigos, en las que corrían por igual los buenos aguardientes, los nostálgicos boleros o las vibrantes rancheras. Quizá en recuerdo de aquellos años de catacumbas, la programación del actual Círcol Maldà se desarrolla en esa misma sala, llena de cornucopias doradas y lágrimas de cristal, con un escenario de pequeñas dimensiones, flanqueado por una biblioteca y un bar decorado con grabados añejos. Especie de saloncito vip, donde los espectadores, rodeados de retratos de antepasado pimpante y sonriente, se sientan alrededor de mesitas de madera, mientras se toman su bebida. Uno de esos teatros singulares, entre decimonónico y pintoresco, que uno se imagina en latitudes muy lejanas de las nuestras. Y cuya puerta de acceso aparece encaramada al término de una suntuosa escalinata de mármol, cual Manderley rediviva. Un pequeño delirio rococó que, por unos instantes, si miramos con atención o cerramos los ojos, nos regresa a una época sin prisas, en la que los amos del mundo se reunían en comandita para gozar de un concierto de piano o de los alaridos de la nena, cuando atacaba titubeante los primeros acordes de un área de ópera. En definitiva, una oportunidad ideal para pasar una noche en palacio, de la mano de un auténtico aristócrata del cabaret.
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