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Columna
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Sensatez

La noticia de la muerte de Kurt Waldheim, ocurrida en Viena, me pilla casualmente en Nueva York, donde fue mi jefe cuando él era Secretario General de las Naciones Unidas y yo un modesto funcionario de esta organización. Los obituarios se ocupan poco de este periodo, del que no todo es negativo, y destacan el oscuro pasado de Waldheim y sus inciertas actividades cuando era teniente de la Wehrmacht en Yugoslavia durante la II Guerra Mundial, un episodio que, a posta o por desinterés, permaneció oculto varias décadas y luego estalló escandalosamente. Nunca se demostró que Kurt Waldheim hubiera participado en las consabidas atrocidades ni en las ejecuciones masivas, pero siempre se le reprochó que no hubiera hecho nada para impedirlas, aunque nadie explicó de qué modo un simple oficial habría podido impedir las hazañas de una maquinaria bélica que se estaba merendando Europa.

Al mismo tiempo, recibo y leo Jo no, versión catalana de Ich nicht, las memorias de infancia y juventud del periodista e historiador alemán Joachim Fest, cuyo título alude a la cita evangélica de san Pedro que solía repetir el padre del autor: aunque todos fallen, yo no. Se refería, por supuesto, a la progresiva claudicación de los alemanes ante el partido nazi, una determinación cuya aplicación práctica le reportó grandes penurias a él y a su familia.

Como las memorias de Fest aparecieron el año pasado en Alemania, poco después de las de Günter Grass, en las que éste hacía tardía confesión de haber pertenecido en su adolescencia a una organización juvenil hitleriana, el libro de Fest podría parecer una respuesta directa al de Grass, y tal vez lo sea, pero esto poco importa. Si las traigo a colación a raíz de la muerte de mi antiguo jefe es porque al inicio del libro Fest resuelve con emocionante sencillez tanto el caso del Grass como el de Kart Waldheim. Todo lo que sucedió, viene a decir, no habría sucedido si la gente hubiera tenido sensatez y fidelidad a la república. No habla de valor, y menos de heroísmo, que no se puede exigir a nadie y que, al margen de su ejemplaridad, no sirve para nada. Sólo sensatez y fidelidad. Dos virtudes que lo arreglan todo y cuestan poco, pero que hay que ejercer antes y no después de la hecatombe.

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