Rouco, con el rosario al volante
Llevo un mes largo reprimiendo el deseo de responder a algunas noticias generadas por la Iglesia católica. Hace unas semanas, pensé en escribir un artículo titulado Iglesias y sex shops con motivo de la presentación en Madrid del excelente libro La ceremonia del porno, de Andrés Barba y Javier Montes. Pero, a última hora, aparqué el tema por mi benevolencia para con los delirios católicos. Los delirios sexuales del marqués de Sade y en no escasa medida del porno, por su anticristianismo radical, son un producto cristiano: son una respuesta desesperada a la infinita represión sentimental y sexual del catolicismo. Después vino la recriminación del Vaticano a Amnistía Internacional, cuya unidad territorial de Madrid tiene su sede en Donoso Cortés, 22, por su posición favorable a la interrupción del embarazo.
¿Qué siente el conductor actual frente a lo que ese mismo conductor sentía hace dos años?
Pero el documento vaticano Orientaciones para la Pastoral de la Carretera colma ya incluso mi infinita paciencia. Antes de hablar de los diez mandamientos del buen conductor católico, asomémonos al tráfico madrileño. ¿Qué siente el conductor actual frente a lo que ese mismo conductor sentía hace dos años? Hace dos años, e incluso hace sólo un año, el conductor madrileño estaba todo el día desesperado en la calzada por el caos generado por la más selvática proliferación de obras de Lepanto que han visto los siglos. Esas obras, ya, por fortuna, atenuadas, siguen en marcha todavía en algunas zonas, y no hace todavía dos meses cuando, por ejemplo, saliendo del túnel inaugurado a la altura del estadio Vicente Calderón, a las diez de la noche, crucé una M-30 en tan terrible estado por la catastrófica señalización y falta de iluminación que, aunque aquello era el vestíbulo del infierno, yo libré: pero otros conductores con menos suerte acabaron allí ese mes tetrapléjicos o incluso con las cenizas aventadas para cachondeo de los pajarillos más malévolos. Ya lo dijo Juan Ramón Jiménez, ahora también noticia por sus amores con algunas monjas del sanatorio del Rosario, domiciliado en el número 14 de la calle de Príncipe de Vergara, y por los versos que les dedicó, recién publicados: "Y yo me iré, / y se quedarán los pájaros cantando...". Estos versos, por otra parte, revelan el grado de autismo incurable en que vivía su autor, ya que un hecho tan obvio como el de que uno se muere en Alcorcón y de que por eso las vacas no dejan de dar leche en Asturias es consignado en un poema como si fuera un tema relevante.
Los dos primeros mandamientos del decálogo vaticano dicen: 1, no matar; 2, que la carretera sea para ti instrumento de comunión y no de daño mortal. Si leemos sólo el primer mandamiento, ¿quién no está de acuerdo?: 1, no matar. Pero el segundo mandamiento dice: que la carretera sea para ti instrumento de comunión. Y ¿qué es eso del instrumento de comunión?: al menos, en mis tiempos de católico, el instrumento de la comunión era la hostia. ¿Qué dice, pues, la Iglesia en su segundo mandamiento que suena a engendrado en la Dirección General de Tráfico de la calle de Arturo Soria? El segundo mandamiento dice que haya hostias y que no haya daño mortal. ¿No es para volverse loco? ¿En qué quedamos?, ¿en que no hay que matar en la carretera o en que es bueno que haya hostias entre los automovilistas? Y luego, además, la Iglesia aconseja rezar durante la conducción el rosario, que duerme, en plena noche, hasta a los murciélagos.
Enviado ya este artículo al periódico, llega una nueva noticia, que leo de rodillas frente a la iglesia de las Calatravas: los obispos vuelven a dar la vara con el tema de la asignatura -que ellos deberían cursar dada su baja educación cívica por su adicción a la intolerancia-, de la asignatura, digo -Virgen santa, Virgen pura, haz que apruebe esta asignatura, rezaba yo de niño-, de la asignatura, hay que repetirles, Educación para la Ciudadanía.
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