Fedra
A DIFERENCIA del belicoso Aquiles, que eligió morir en la guerra de Troya, en vez de permanecer al resguardo de las mujeres en Esciros, como había para él previsto su madre Tetis -asunto este que ha dado lugar a un brillante ensayo de Javier Gomá, Aquiles en el gineceo o aprender a ser mortal (Pre-Textos)-, la contención del también adolescente Hipólito, acosado por su madrastra Fedra, le llevó involuntariamente a la muerte. Son cosas del hado, que, como afirma el proverbio clásico, conducen a quienes lo aceptan y arrastran a los demás. Sobre el inquietante personaje de Fedra escribieron, entre otros, los griegos Sófocles y Eurípides, el romano Séneca, el francés Racine, el británico Swinburne, el italiano D'Annunzio o el español Unamuno, todos en una clave trágica, cortada por el patrón del enfrentamiento entre Afrodita y Artemisa, o, lo que es lo mismo, entre la prioridad del amor pasional o del casto deber, que respectivamente encarnan estas diosas.
En 1975, el poeta griego Yannis Ritsos (Monemvasia, 1909-Atenas, 1990) retomó también este asunto, pero, a diferencia de los muchos precedentes literarios, adoptando la forma de un monólogo dramático, conjugado en bellos e intensísimos versos, ahora, por cierto, vertidos al castellano por Selma Ancira, en una edición bilingüe que se titula Fedra (Acantilado). En cualquier caso, lo más hermoso y singular de la interpretación del mito trágico por parte de Ritsos es que habla desde Fedra y en su defensa, lo cual es adoptar el punto de vista menos razonable, como lo es el de una mujer enamorada, exiliada y rebelde; o sea: por tres veces fuera de la ley; arrojada a las sombras por triplicado. Un ser, en definitiva, al que sólo un poeta puede prestarle voz. Desde el punto de vista de la antropología, el sino triste de la vulnerable Fedra, como el de su hermana Ariadna, ambas princesas cretenses, se explica por la sustitución del matriarcado por el patriarcado, una "conquista" de la civilización que no se saldó sin muy dolorosas pérdidas, justo las que encadena Ritsos a través de la airada voz de esta mujer que no acepta la resignación.
"... Quizá tú también lo sepas", le increpa Fedra a Hipólito en un momento de su recitativo: "Las cosas más bellas a menudo las decimos cuando queremos evitar decir una verdad; y tal vez esa verdad silenciada sea la que le da gran hermosura e imprecisión a las trilladas palabras ajenas -ley eterna de la belleza, dicen-. La imprecisión siempre es testimonio de algo profundo y preciso -probablemente trágico o animal- un deseo sacrificado...". Ni por un momento, este monólogo de la Fedra de Ritsos deja de lacerar nuestra curtida piel hasta hacerla sangrar con sus hirvientes palabras, que son poéticas porque nos remiten al fuego original de la vida, de su sepultada memoria prehistórica; imprecisas palabras de antes de que hubiera palabras o de que éstas se transformasen en órdenes y leyes, claras y concluyentes. Ahí, de todas formas, nos queda el estremecedor clamor lírico, rebosante de orgullo, de Fedra, la incestuosa reina de las sombras, voceando por doquier, a quien la escuche, la sagrada memoria de lo olvidado.
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