Fin y medios
En la localidad sevillana de El Coronil, la multitud se rebeló jacobinamente al enterarse de que el edil electo del MAIN, grupo independiente escindido de Izquierda Unida, decidía alquilar sus convicciones a uno de los partidos rivales, el PSOE, para gobernar en mayoría. Y hacia el Ayuntamiento se encaminó, con la sangre convertida en tomate frito por lo que consideraba una violación escandalosa del juego político, con la intención de hacérselo saber así al traidor mediante el recurso drástico a palos y piedras. El hombre no se aviene con facilidad a la idea de concurrir a los plenos, jugar al dominó en la tasca o a la más lisa y llana de pasearse por la calle, por no tropezar con el desacuerdo de algún vecino que le deje un hematoma en el cráneo. Todo el país ha tenido ocasión de asistir en directo, desde su televisor, a la escena dantesca de un conato de linchamiento, amparado en la defensa de unos principios que más bien parece pisotear sin demasiados miramientos.
En este teatro lamentable que han documentado los informativos no resulta fácil encontrar culpables de primera mano. Cabe condolerse de los sentimientos de los electores, que han visto convertirse las papeletas que arrojaron a las urnas unas semanas atrás en pajaritas de papel, esas torpes imitaciones de aves que no saben volar y que terminan indefectiblemente en la basura, entre los pañuelos cubiertos de miasmas. Cuentan con motivos para sentirse ultrajados al descubrir que los números mayores no poseen necesariamente preeminencia sobre los más pequeños a la hora de hacer recuentos, y temperamentos calientes incluso disculparían el fragor de los insultos que se estrellaron contra el ayuntamiento. Pero acosar a un candidato electo, sea de la orientación que sea y por muy discutible que haya resultado su actitud, intentar castigar su conducta con métodos del Salvaje Oeste, no parece poder conciliarse fácilmente con el respeto a los principios igualitarios: al fin y al cabo, vivir en democracia consiste sobre todo en aprender que los otros pueden ostentar la razón, en acomodarse a unas reglas de juego que no siempre nos eligen por ganadores. En cuanto a los partidos en litigio, PSOE e Izquierda Unida, que ya alcanzaron un pacto global para alcanzar ciertos criterios comunes a la hora de aliñar sus cabildos, bien harían en no soliviantar a su clientela con salidas de tono que, aunque parecen ofrecer ventajas a corto plazo, podrían convertirse en disgustos contemplados desde la distancia. En cualquier caso, al pobre Manuel Lara, del MAIN, le ha tocado en suerte el papel de chivo expiatorio: en él se ha cebado la frustración de una población a la que no salen las cuentas y que se siente estafada por un estamento, el político, que aprovecha su confianza para realizar sus propios tejemanejes y mover piezas sobre un tablero de ajedrez que no acaba de comprender. La mayor injusticia radica en descargar sobre los hombros de esta persona toda la responsabilidad de una maniobra que desde ciertas ópticas puede ser tachada de reprobable y que sin embargo debería imputarse a la cúpula de los partidos mayoritarios, dispuestos a sacrificar un peón o cuantos sean necesarios por la ventaja de un escaque.
En el fondo, lo que documenta este penoso asunto de El Coronil es un defecto congénito de nuestro mecanismo político. La gente no acaba de entender con claridad que no elige partidos, que a pesar de dejarse seducir por eslóganes, pancartas, siglas e himnos no vota a una ideología, ni siquiera a un programa impreso, sino a personas de carne y hueso, individuos con una cifra exclusiva en su carné de identidad. La pregunta que sobrevuela el aire es la que todos intuimos: si en realidad los pactos son legítimos y si el electorado tiene derecho a sentirse embaucado cuando el papel de sus votos cambia de color. El gobierno no depende sólo de la urna, ni muchísimo menos, lo cual hace a más de uno mirar de reojo un sistema que se presenta como la medicina idónea contra la arbitrariedad y el clientelismo: importan otras pasiones. Las mismas, por lo demás, que patrocinan el amor y la guerra, esos ámbitos en que según el sentir popular no existe fin que no justifique los medios.
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