Sin rostro
Uno de los temas más recurrentes en la Feria de Arte de Basilea de este año es el de los retratos sin rostro. Como si al querer retratar al individuo del mundo urbano actual no fuera posible definir sus rasgos propios: los ojos, la nariz, la boca. Es la imagen de un individualismo que divide y despersonaliza, que separa y aísla. Junto con estos retratos, dos visiones de la ciudad: como aglomeración y como paisaje. Unos pintan a estos individuos sin rostro apretujados unos con otros, simples puntitos que forman multitud. Otros nos ofrecen como paisaje natural de nuestro tiempo escenarios urbanos cargados de arquitectura y despojados de personas, como si el mismo ser humano que ha diseñado estos escenarios no hubiera sabido encontrar un lugar adecuado para sí mismo.
Escribe Jaume Melendres en su impresionante viaje a la teoría dramática -un libro de sabiduría inagotable de los que son tan raros en nuestra cultura- que en el principio no fue el verbo, sino la mirada y que si el hombre hubiese nacido ciego la humanidad sería muda. Ciertamente, la mirada del artista revela y metaforiza una realidad que, gracias al peso de la rutina y de las ideas adquiridas, se esconde ante nuestros propios ojos. Y da gusto ver, de un tiempo para acá, como los artistas vuelven a liberarse de viejas pautas y constreñimientos y recuperan espontaneidad y, si se me permite, cierta ilusión creativa. La pintura ha dejado de ser la ancila de la política que fue en el pasado. Y precisamente por eso su mirada resulta más exigente, su interpelación más auténtica. Y el grito que la pintura lanza hoy es muy simple: atención al sujeto. ¿Qué se esconde detrás del rostro desaparecido? Un cuerpo que se escinde entre los límites que se le imponen y las pulsiones que se le niegan hasta el punto de perder sus señas más características. Entre otras cosas, porque hoy las señas son motor de exclusión, de separación y de marginación. Querían ser diferentes y sólo son admitidos como indiferentes, una ciudad de actores sin rostro, en que sólo el poder tenga cara. Es la mayor utopía que el que tiene poder puede soñar: que cuando mire al otro le vea sin rostro. Es decir, sin respuesta. Pero al mismo tiempo, como toda utopía, es perfectamente inquietante. Todo poder es paranoico y nada excita más las paranoias que tener delante a alguien al que somos incapaces de reconocer, porque donde buscamos los ojos, la nariz o la boca que nos identifican sólo hay un borrón.
Reflexionaba sobre estas cosas después de dos jornadas de patearme la Feria de Arte de Basilea, cuando pinchando en Internet me encontré con las dos noticias del fin de semana español: la constitución de los ayuntamientos surgidos de las últimas elecciones y el desenlace de la Liga. Y pensaba que los nuevos alcaldes harán bien en darse cuenta de lo que significa tener que hacer política sobre unas clases medias y populares que cada vez dudan más de su propia situación, que el artista ve como personajes a los que se les está desdibujando el rostro. Contribuir a que cada cual recuperara el rostro propio debería ser la tarea de la política, entre otras cosas, porque no hay democracia sin ciudadanos y en democracia los ciudadanos han de tener voz y rostro. A los que se preguntan tanto por la abstención, ¿se les ha ocurrido pensar que podría ser la voz de los sin rostro? El problema es si hoy, disminuida bajo el impulso imparable de la capacidad normativa del poder económico, la política puede realmente crear un marco distinto, en que cada cual pueda reconocerse a sí mismo, sin que su rostro esté borrado por la sombra de una hipoteca que se lleva el 75% de la renta y con ella cualquier calidad de vida o proyecto realmente autónomo. Y, sin embargo, un gobierno, especialmente si se llama de izquierdas, no debería tener otro objetivo que devolver el rostro a la gente. Para eso hay que empezar reconociendo las contradicciones y dificultades de este paisaje urbano donde lo público pierde peso y los ciudadanos quedan reducidos de actores a figurantes.
¿Y la Liga? ¿A qué viene aquí la Liga? Las multitudes sin rostro que salen a la calle a celebrar el triunfo creen por un momento que sí lo tienen, que se llama Beckham, en este caso, o Ronaldinho, Raúl o Puyol. De este modo, nos entregan la mejor metáfora de un mundo en que el dinero es la medida de todas las cosas. La política, demasiado en babia, sale al quite y convierte estas transfiguraciones en identidades nacionales o asimilables. O sea, en vez de contribuir a desvelar la realidad, abunda en el engaño. ¿Dónde están los proyectos emancipadores? Hay que recuperar las luces antes de que se apaguen definitivamente.
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