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Tribuna:¿TIENE ALEMANIA EL PAPEL QUE LE CORRESPONDE EN EL MUNDO? | DEBATE
Tribuna
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Un lugar al sol

Desde que en 1871 logró la unificación, recorre Alemania un mismo afán por ocupar el puesto que piensa que le corresponde en el mundo. En rigor, más bien desde 1890, año en que Bismarck fue cesado. El canciller había sido muy consciente del difícil encaje del Imperio alemán, lindando al este con el austrohúngaro y el ruso, y al oeste, con una Francia que, después del inmenso error de haberla arrebatado Alsacia y Lorena, sólo esperaba la revancha, y una Inglaterra, a la sazón la primera potencia mundial, dueña de un inmenso Imperio, dispuesta a mantener a todo trance un "equilibrio de poder" en Europa. El tacto diplomático de Bismarck para que se aceptase una nueva potencia ascendente se echa en falta en los 24 años que precedieron a la I Guerra Mundial.

Alemania tiene que conjugar un nuevo papel en la UE con sus pretensiones de potencia mundial
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Junto a los aliados europeos

A comienzos del siglo XX, Alemania supera a Gran Bretaña, no sólo en la producción de acero, sino muy significativamente en todo lo que aportan las nuevas tecnologías (instrumentos ópticos, productos químicos y farmacéuticos). La universidad, la política social y la urbanística constituyen tres ámbitos innovadores que ponen de manifiesto la supremacía de una Alemania que ha llegado demasiado tarde al reparto del planeta. Si no hubiera fracasado la unificación en libertad en 1848, tal vez aún hubiera llegado a tiempo para colarse entre los grandes del mundo. El retraso, sin embargo, no la lleva a renunciar al puesto al que se creía acreedora por capacidad económica, científica y tecnológica. Ahora bien, condición indispensable era construir una Marina Mercante y una Armada que pudieran competir con las británicas, lo que a mediano plazo, pese a que se quería evitar a toda costa, implicaba una colisión con el país que los alemanes más admiraban.

El armisticio de 1918 malogra la última oportunidad de convertirse en una gran potencia. El Tratado de paz impuesto en Versalles, que Keynes tan genialmente criticó en 1919, impele a la frágil democracia alemana a una crisis permanente, sin otra salida que colaborar con una Rusia igualmente cercada (Tratado de Rapallo, 1922). El proceso culminó con el ascenso de Hitler al poder, que supuso el último intento de rehacer la historia en corto tiempo, repitiendo los mismos errores del pasado, aunque infinitamente agrandados por los crímenes de guerra, hasta el más absurdo y terrible del Holocausto. Cuando se vio incapaz de doblegar al Reino Unido, Hitler abrió el segundo frente oriental, traicionando a su aliado Stalin, para unos meses después, en diciembre de 1941, aprovechando que Estados Unidos se hallaba en guerra con Japón, cometiese el error mayúsculo de declarar la guerra a la gran potencia americana que sólo esperaba la ocasión para intervenir otra vez en Europa.

Mientras Alemania ha permanecido dividida, sin que ninguna de las dos partes gozase de plena soberanía, no cabía ni siquiera plantear la vieja cuestión de cuál habría de ser el lugar de Alemania en el mundo. Obviamente, era aquel que Estados Unidos designase a la occidental y la Unión Soviética a la oriental. En los años 90, tímidamente, los alemanes vuelven a preguntarse por los objetivos de una política exterior, sin que hasta ahora se haya avanzado mucho en el tema. Lo único seguro es que hay que hacerlo en un mundo por completo distinto, en el que Alemania ha recuperado la soberanía y ha terminado la "guerra fría", dos fenómenos que, en efecto, se han mostrado interdependientes.

Si hubiera funcionado el unilateralismo y Estados Unidos se hubiese consolidado como la única gran potencia, la situación no hubiera cambiado tanto en relación con el bilateralismo anterior. Pero en un mundo multilateral, en el que cuentan cada vez más las potencias emergentes de Asia, Alemania tiene que atender intereses que no siempre coinciden con los norteamericanos, sobre todo porque está implicada en Rusia, con la que desde las guerras napoleónicas en distintos periodos de su historia ha mantenido relaciones especiales, y a la que, en última instancia, debe la unificación. Y todo ello sin perder de vista el hecho fundamental de que su defensa nuclear depende de Estados Unidos. Y en el mundo de hoy sin un arsenal atómico por desgracia no cabe aspirar ni siquiera a ser una potencia media.

También es otra la situación con la que Alemania se encuentra en una Europa que mira a medio siglo de integración económica con éxitos fabulosos, pero que retrocede en la unificación política. Hasta la caída de la Unión Soviética y posterior creación del euro, no hubo conflicto serio entre integración europea y los intereses básicos de Estados Unidos; más aún, la UE no hubiera sido factible sin su apoyo decidido. Cometido el error mayúsculo de que la ampliación antecediera al reajuste de las instituciones, el proyecto europeo sufre hoy de que la Europa de los 27 haya reforzado el atlantismo, con lo que el eje franco-alemán se muestra cada vez más impotente.

La cuestión clave que tiene que resolver Alemania es cómo conjugar un nuevo papel en la UE, todavía por pergeñar, con sus pretensiones de potencia mundial. El que en este semestre haya coincidido la presidencia europea con la del Grupo de los Ocho (G-8) ha puesto de manifiesto lo difícil, pero también lo necesario, que es coordinar estas dos funciones. La mayor debilidad de Europa reside en la imposibilidad de desplegar una política exterior común, mientras el Reino Unido y Francia tengan un puesto permanente en el Consejo de Seguridad, quedando los países derrotados, Alemania y Japón, de aspirantes perpetuos, y en el G-8 Europa hable con cuatro voces distintas. A la larga, la solución no está en ampliar los puestos permanentes en el Consejo de Seguridad, o los participantes en el G-8, sino en que Europa hable con una sola voz en todos los foros internacionales. Y son precisamente los grandes países europeos los que no quieren.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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